Perdemos la inocencia al descubrir que la vida es un aprendizaje que no cesa. Nuestro gran error es entender que solo crecemos gracias a la razón mientras que despreciamos las emociones. Algo de lo que sabemos mucho los hombres, educados desde hace siglos para el éxito público, para la fortaleza de ánimo y el desprecio de lo que realmente mueve nuestras entrañas. Instruidos en el arte de las renuncias y en la angustia de tener que demostrar que respondemos a la norma patriarcal y que huimos sin descanso de todo aquello que pueda poner en duda nuestra hombría.
Con el paso de los años, y no ha sido una tarea fácil, he ido asumiendo que mi madurez tiene mucho que ver con mi capacidad de sentir, con la renuncia a ser el hombre que los demás esperan que sea, con mi capacidad para sumar lo que pasa por mi cabeza con lo que bulle en mi corazón. He aprendido estas lecciones en gran medida observando a los que me precedieron, a esos que han contribuido a ser el hombre que ahora soy.
El pasado 30 de septiembre incineramos a mi abuelo Tiburcio después de una larga agonía que me ha demostrado que más triste que la muerte es el morir. Mi abuelo, que ha muerto siendo un gran desconocido para mí, respondía a ese modelo hegemónico que tanto daño le ha hecho a la sociedad y a la masculinidad. Siempre lo vi como un hombre duro, testarudo, como rodeado de una mampara de cristal que impedía descubrir sus verdaderos latidos, aunque eso sí, tremendamente apasionado con todo aquello a lo que se entregaba. Su vida no fue fácil porque estuvo atravesada por la emigración, por las cargas de una familia numerosa y por los errores de algunas decisiones. Pero siempre se mantuvo como un tronco, incluso cuando en sus últimas semanas luchó con la muerte irreversible. En contadas ocasiones noté que se dejara llevar por sus emociones, por las dudas, por el miedo. Tuvo que llegar mi hijo para que yo descubriera su lado más humano. Gracias a sus bisnietos la mampara se rompió. Por eso la imagen que guardo de él tiene que ver con una chimenea en Navidad, con las risas de Lucía y Abel en sus rodillas, con la agridulce sensación de que la vida se nos va con los papeles de regalo que tiramos al fuego.
Supongo que he heredado muchas cosas de mi abuelo. Puedo reconocerme en su aparente estabilidad, en ese otear el horizonte con una cierta autosuficiencia, aunque también quisiera creer que hay en mí algo de ese hombre que miraba con los ojos húmedos a su bisnieto. Tal vez la mejor lección que me haya regalado es que no debo renunciar a mi capacidad de luchar por las cosas en las que creo, lo cual implica no ignorar las razones del corazón. Eso fue lo que pensé cuando poco después de que se convirtiera en cenizas, me despertó la noticia de que Córdoba continuaba en su carrera hacia el 2016. En apenas unas horas viví todo el arco posible de emociones, sentí como todos los colores de la vida me atravesaban y respiré profundamente al constatar que el futuro nos abría sus puertas. Me lancé a la calle con un par de alas creciéndome en la espalda, convencido de que la ciudad entera necesitaba esta noticia para recuperar la fe en sí misma. Ahora solo espero que los que manejan el timón del proyecto usen la cabeza y el corazón, apuesten con rotundidad y renuncien a la mesura. Porque ahora más que nunca son necesarios hombres y mujeres que sean troncos como lo fue mi abuelo, pero sin que renuncien a la capacidad de sentir que yo descubrí en él cuando se convirtió en bisabuelo. Porque solo así mis alas, y las de esta ciudad, no estarán condenadas a ser como las de Icaro.
Ahí está el error, en creer que crecemos por la razón. Sólo es el corazón el que nos hace crecer. Crecer para nosotros y para los demás, crecer para compartir.
ResponderEliminarSólo cuando esa educación de la masculinidad peor entendida cambie cambiaremos nosotros.
Los hombres siempre han sido educados en la resistencia, en la manifestación externa del poder, de la fuerza... pero dónde queda su corazón? Qué hay de esos hombres que no son capaces de manifestar sus sentimientos, su cariño, su amor? Tantas veces los veo y me dan pena. Lo más triste es que quieren, aman, pero no saben cómo, no sabes expresarlo.
Decían que quien bien te quiere te hará llorar. No, no quiere hacerte llorar, es que no le han enseñado a abrir su corazón. Deberíamos tenerles pena. No saber expresar el amor es la mayor tragedia, para todos, pero creo que especialmente para ellos.
La educación, desde los primeros años del colegio debería tener muy encuenta esto, educar el corazón. Sólo así podremos cambiar.