Dopados
20/12/2010Edición impresa en PDF
A estas alturas a nadie debería habernos sorprendido el escándalo que hace unas semanas salpicó al mundo del atletismo. De todos debería ser sabido que el deporte, llevado a los extremos que exige la alta competición, tiene mucho de religión fundamentalista y, por tanto, de negación de la capacidad de pensar más allá de lo que ordena el dios correspondiente.
En dichos niveles, y por supuesto con las honrosas excepciones que confirman la regla, la exigencia es sobrehumana y la presión por ser un héroe o una heroína justifica cualquier exceso. Es radicalmente falso que un deportista de élite se conforme con participar. Todos ansían colgarse la medalla y acaparar las portadas.
Ello reclama sacrificios tremendos y sobre todo estirar las posibilidades físicas hasta límites insospechados. Una carrera sin fin en la que necesariamente ha de contarse con el apoyo de algunas alquimias que permitan la transmutación del cuerpo imperfecto en maquinaria casi divina. Una filosofía que encaja a la perfección con un modelo de sociedad en el que lo bueno y válido se identifica con la eterna juventud, con el poderío físico y con el éxito medido más por las metas que por la hondura y complejidad del camino recorrido.
La felicidad, entendida en los términos consumistas que ahora parecen ser los únicos, nos exige colocarnos a la altura de esos deportistas que necesitan milagros artificiales para mantener el tipo. Todos deseamos superar nuestras propias marcas, cueste lo que cueste, con tal de gozar de reconocimiento social.
Eso es en definitiva lo que nos ha llevado a una crisis provocada por haber vivido por encima de nuestras posibilidades, como nuevo ricos, como esos atletas que hipotecan su salud y violentan las reglas del juego con tal de no quedarse en el cuarto puesto. Todo ello cuando la gran mayoría --en una carrera solo tres obtienen medalla-- no tenemos más remedio que conformarnos con sucedáneos de felicidad que nos igualan por abajo y nos hacen tener la falsa ilusión de haber logrado algún triunfo. Nos resistimos a creer que en nuestro modelo de convivencia, cada vez más regido por la ley de la selva, haya ganadores y perdedores. De ahí que para paliar los efectos de las caídas necesitamos artificios que nos consuelen, papel de celofán que disfrace nuestras miserias, drogas legales e ilegales que nos permitan digerir los fracasos. Todos, en mayor o menor medida, estamos dopados. La Navidad que nos atosiga desde hace un mes el mejor ejemplo de invento con el que pretendemos sentirnos fugazmente ganadores, doradamente especiales, estúpidamente iguales. Necesitamos de esta celebración tribal para compensar la debilidad de nuestro pecho o nuestro escaso músculo ético. Nuestra incapacidad para aceptar que lo importante es participar. La cobardía, en fin, que nos impide rebelarnos contra los barrotes de la jaula.
La Navidad nos hace vivir la engañosa ilusión de que todos somos iguales, de que todos hemos llegado primeros a la meta, de que todos tenemos unas familias perfectas, unos compañeros de trabajo maravillosos y un excelente marisco con el que retar a nuestros vecinos. La Navidad es el doping que nos permite llegar al nuevo año con la sensación de haber ganado todas las batallas. Es la transfusión que nos anestesia y que hace que nos veamos en el espejo como lo que nunca llegaremos a ser. Aunque en el bolsillo guardemos un décimo de lotería hecho pezados.
Estas fechas son pues las mejores para salir corriendo. Con las zapatillas gastadas de quienes viven el atletismo no como un trampolín sino como un medio para ser mejores personas. Con la capacidad de soñar que en esta época de mediocres endiosados, y como nos recordó Vargas Llosa en su discurso del Nobel, sigue ofreciéndonos la buena literatura. El doping de todos los que necesitamos de la ficción para escapar de un mundo que cada vez nos gusta menos.
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