www.diariocordoba.com/opinion 28/03/2011
A veces pienso con terrible angustia que esta ciudad continúa perdida en medio de algunas encrucijadas que le impiden soltar lastre. Las mismas instituciones continúan prisioneras de hipotecas que les impiden tener unos horizontes de progreso. Para eso, como mínimo, hay que ser valiente y coherente con una planificación que marque prioridades y que obligue en muchas ocasiones a decir que no. Algo que no parece habitual entre unas instituciones mal acostumbradas al "café para todos" y a los silencios cómplices.
Cuando pareciera que en esta ciudad hemos alcanzado un cierto consenso en torno a la consideración de la cultura como eje estratégico de su desarrollo, no dejan de tomarse decisiones y comprometerse fondos públicos con acciones que parecen ponerlo en entredicho. Eso lleva, por ejemplo, a que con demasiada frecuencia se confunda turismo con cultura o, lo que es peor, que la segunda quede subordinada a los intereses del primero. Cuando la relación entre ambos debería ser de complicidad y, en todo caso, de supremacía de la segunda. No seré yo quien niegue que uno de nuestros motores económicos es el turismo, pero lo que es cuestionable es que esa posición determine que las instituciones plieguen continuamente sus objetivos y, lo que es más grave aún, sus presupuestos, a unos objetivos que con dificultades disfrazan de aspiración cultural lo que no es más que un reto comercial.
En Córdoba llevamos décadas dándole vueltas a por qué los turistas no pernoctan. Los empresarios del sector no dejan de presionar a los poderes públicos para que busquen soluciones, sin que realmente haya correspondencia equilibrada en el compromiso de los primeros con el mecenazgo o el impulso creativo de la ciudad. Para responder a esta demanda, no se ha ocurrido mejor idea que recurrir a espectáculos de luz y sonido que, pretendidamente, añaden atractivos a nuestra oferta monumental. Yo, sinceramente, no creo que me planteara hacer noche en Córdoba por ver una fuente de colores y mucho menos por recibir un catecismo desde los púlpitos de la Catedral por parte de quienes no quieren que miremos la Mezquita y con la complicidad de quienes no han puesto el grito en el cielo por tal atropello. Tal vez lo haría si los precios de los hoteles fueran más asequibles, si hubiera una mejor conexión con Medina Azahara, si hubiera una oferta cultural potente y continuada o, incluso, si no hubiera una maravillosa estación de AVE que me permite ir y volver en el día a cualquier sitio.
Pero, en todo caso, lo que me parece más preocupante es que tanto la Administración local como la autonómica insistan en la comercialización turística de la cultura. El espectáculo de luz y sonido del Alcázar, el "alma de Córdoba" o incluso la descabellada propuesta de Durán de iluminar los Sotos de la Albolafia nos remiten a una concepción de la pseudo-cultura de la que deberíamos escapar. La que pretende convertirnos en consumidores superficiales y hedonistas, a los que es fácil contentar con parques temáticos que ofrecen visiones infantilizadas y parciales de la cultura y de la historia. Parece que las instituciones estuvieran más empeñadas en distraernos que en cultivarnos y, sobre todo, en tratarnos como a menores de edad a los que deslumbrar con música enlatada de Vicente Amigo. Si a eso le unimos los eventos grandilocuentes, carentes de planificación y sostenibilidad --leáse por ejemplo la Noche Blanca del Flamenco o el DC 7-- tendremos un retrato bastante certero de lo que Córdoba no debería ser si quiere ser capital europea de la cultura. Si a ello unimos el spot ideado por la Consejería de Turismo para difundir nuestra candidatura, la conclusión es penosa: la Córdoba de siempre, la pétrea, la inamovible, a la que como mucho nos atrevemos a ponerle luces de colores como cuando llega la feria o cuando los comercios nos anuncian que es Navidad.
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