Diario CODOBA (09/05/2011)
Todos los años dedico los primeros días del curso a explicar a mi alumnado cómo la Constitución es un gran pacto social mediante el cual abandonamos el estado de naturaleza y nos convertimos en una sociedad organizada. De esa manera, el Derecho se convierte en instrumento de control del poder y en garantía de nuestras libertades. Como bien ha explicado el jurista italiano Ferrajoli, "el derecho positivo no implica la democracia", pero sí que ésta "implica necesariamente el derecho". Y no un Derecho cualquiera, sino el integrado por los derechos fundamentales de todas las personas, los cuales actúan como fundamento y límite de la acción política. Ellos marcan la "esfera de lo indecidible" --integrada por los de libertad, que prohíben las decisiones que los contradigan-- y la esfera de lo "no decidible que no", formada por los derechos sociales que obligan a actuaciones positivas para satisfacerlos. En ellos reside la dimensión constitucional de la democracia, la cual nos protege de los excesos de la mayoría al tiempo que es la mejor garantía de los derechos de los más débiles.
Cada año que pasa me resulta más difícil explicar la teoría porque se multiplican los ejemplos prácticos que la contradicen. Me basta con recordar la aplastante primacía de los intereses privados, la manipulación de la información, la crisis de la participación política, la decadencia de la moral pública, el dominio partitocrático de las instituciones o la despolitización masiva con la que corremos el riesgo de acabar en manos de salvadores populistas. No obstante, creo que el próximo septiembre lo tendré aún más complicado cuando me disponga a explicar el Estado de Derecho y algún alumno me pregunte por el asesinato de Bin Laden. Ello me obligará a asumir una vez más que una democracia a la que tanto se admira por su solidez histórica contradice de manera reincidente unos principios que, paradójicamente, son los que esgrime cuando tiene que justificar alguna de sus hazañas imperialistas. Como hace una semana, cuando para garantizar la seguridad de la parte privilegiada del planeta y bajo la bandera de un estado de guerra al margen de la legalidad internacional, el Gobierno americano no dudó en rescatar sus esencias de western y en demostrarle al mundo que la venganza acaba siendo más útil que todas las garantías judiciales que nos han costado siglos conquistar. No sin cierto asombro --el poco que nos va quedando a estas alturas de la película-- hemos comprobado como un premio Nobel de la Paz ha sacado del armario su uniforme de sheriff y se ha convertido en un héroe a la altura de los interpretados por John Wayne o Sylvester Stallone. Sin nada que desmerecer a sus antecesores. Todo ello tras el uso de la tortura en un lugar como Guantánamo que podríamos definir como el Estado de no-Derecho. Motivos más que suficientes para que buena parte del pueblo americano salga a la calle para celebrar que seguimos viviendo en una selva.
Me costará explicar a los futuros juristas que el Derecho Internacional es poco más que una suma de buenas intenciones, que Europa carece de voz propia o que nuestros representantes se guían más por intereses que por principios. Y personalmente me costará asumir que Rodríguez Zapatero --aquel presidente que un día no se levantó ante la bandera USA y que nos contagió su entusiasmo en la denuncia de una guerra ilegal-- haya dado en el Parlamento una muestra más de su titubeante ideología y de su oportunismo. Quizás uno de los últimos coletazos de su torpeza, antes tierna y un tanto naif y ahora vergonzante. En fin, motivos todos más que suficientes para los que nos sentimos demócratas hubiéramos salido a la calle para seguir defendiendo nuestra confianza, a pesar de todo, en un sistema en el que las normas valen más que las pistolas
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