Cuaderno de bitácora, Viaje en el Transcantábrico, 13-20 de agosto de 2011 (2)
La única religión posible tiene que ver con la belleza, con los horizontes verdes, con los cielos que paradójicamente nos protegen al tiempo que nos inquietan.
Sólo en esa inmensidad, silenciosa y apabullante, es posible pensar en una divinidad sin nombre, sin dogmas, sin reglas. Un espíritu creador que tal vez sólo sea la suma de partículas y revoluciones.
El mar de nubes que nos desafía en los Picos de Europa encierra en sí mismo todos los océanos. Los regidos por dioses despojados de altares y por diosas que fueron olvidadas. Contemplarlo, casi tocarlo, es escapar del ruido, acostarte en colchón esponjoso y sin límites, soñar como si fueras un niño eterno navegando entre nubes de algodón.
Dios verde y azul de las montañas y de los ríos. Nuestras vidas que van a dar a la mar. Una corriente de suspiros, quereres y lágrimas que de vez en cuando encuentra una orilla plácida, acogedora, la rima que le faltaba. La vida rima en azul y verde. Y huele a pescado de río, a pies mojados, a barro nuevo.
Descendemos el Sella como héroes de leyenda, como hermosos príncipes que han olvidado las normas y han entendido que la única eternidad posible vive en cada minuto. En el segundo en que hacemos nuestro todo lo que cabe en la mirada. La heroicidad es entonces un abrazo mínimo, una espada sin empuñar, un duelo que no se celebra.
El dios de la belleza no necesita altares ni iglesias. Habita en los espacios más inverosímiles, en aquellos en los que el tiempo parece detenerse. Es el dios del mar que ruge, de los cielos que susurran, de las playas en las que nuestras huellas acaban siendo llevadas por la marea.
Si alguna vez he estado cerca de rozar la certeza de un dios imposible, ha sido en lugares como la Playa de las Catedrales.
En un lugar así sobran los rezos. Cada mirada es una oración. Cada huella es como la cuenta de un rosario en el que se van sumando todas las divinidades.
En esta playa nublada de agosto, es fácil sentir las lágrimas empujando tras los ojos. Emocionado ser humano que descubre su pequeñez y que se siente en eterna deuda con la Naturaleza. Esa diosa en la que habita el principio y el fin, el alfa y el omega, la muerte y la resurrección. Un útero y un sepulcro. Parto y agonía. Nosotros, el paréntesis que habita en medio.
Es así como uno descubre al fin que dios debería conjugarse en femenino.
La única religión posible tiene que ver con la belleza, con los horizontes verdes, con los cielos que paradójicamente nos protegen al tiempo que nos inquietan.
Sólo en esa inmensidad, silenciosa y apabullante, es posible pensar en una divinidad sin nombre, sin dogmas, sin reglas. Un espíritu creador que tal vez sólo sea la suma de partículas y revoluciones.
El mar de nubes que nos desafía en los Picos de Europa encierra en sí mismo todos los océanos. Los regidos por dioses despojados de altares y por diosas que fueron olvidadas. Contemplarlo, casi tocarlo, es escapar del ruido, acostarte en colchón esponjoso y sin límites, soñar como si fueras un niño eterno navegando entre nubes de algodón.
Dios verde y azul de las montañas y de los ríos. Nuestras vidas que van a dar a la mar. Una corriente de suspiros, quereres y lágrimas que de vez en cuando encuentra una orilla plácida, acogedora, la rima que le faltaba. La vida rima en azul y verde. Y huele a pescado de río, a pies mojados, a barro nuevo.
Descendemos el Sella como héroes de leyenda, como hermosos príncipes que han olvidado las normas y han entendido que la única eternidad posible vive en cada minuto. En el segundo en que hacemos nuestro todo lo que cabe en la mirada. La heroicidad es entonces un abrazo mínimo, una espada sin empuñar, un duelo que no se celebra.
El dios de la belleza no necesita altares ni iglesias. Habita en los espacios más inverosímiles, en aquellos en los que el tiempo parece detenerse. Es el dios del mar que ruge, de los cielos que susurran, de las playas en las que nuestras huellas acaban siendo llevadas por la marea.
Si alguna vez he estado cerca de rozar la certeza de un dios imposible, ha sido en lugares como la Playa de las Catedrales.
En un lugar así sobran los rezos. Cada mirada es una oración. Cada huella es como la cuenta de un rosario en el que se van sumando todas las divinidades.
En esta playa nublada de agosto, es fácil sentir las lágrimas empujando tras los ojos. Emocionado ser humano que descubre su pequeñez y que se siente en eterna deuda con la Naturaleza. Esa diosa en la que habita el principio y el fin, el alfa y el omega, la muerte y la resurrección. Un útero y un sepulcro. Parto y agonía. Nosotros, el paréntesis que habita en medio.
Es así como uno descubre al fin que dios debería conjugarse en femenino.
Que bello! yo también quiero ser héroe de leyenda y hermoso príncipe.
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