Cuaderno de bitácora, Viaje en el Transcantábrico, 13-20 de agosto de 2011 (3)
Viajar es muy parecido a leer. Ambas actividades nos permiten asomarnos a ventanas nuevas, sentirnos protagonistas de sueños, meternos en la piel de otros, relativizar lo que tenemos y dar un estirón por dentro. Los viajes, al igual que los libros, no sólo nos regalan lugares, también nos abren la puerta de otras miradas, de palabras ajenas, de otras vidas a las que saltamos multiplicando la nuestra. En ocasiones lo más enriquecedor y sugestivo del recorrido son precisamente esas personas con las que compartimos el paréntesis y con las que, en poco tiempo, cruzamos nuestra memoria y nuestro presente.
Nuria y Carmen Gloria son dos hermanas chilenas aunque de raíces catalanas. Son como las dos caras de una moneda: una es mucho más habladora, incisiva, mordaz, la otra prefiere quedarse en el zaguán, hacer de testigo cómplice y sonriente. Las dos atesoran vidas largas e intensas. Con las que se podría escribir una extensa novela de amores, trabajos y sueños. Una novela en la que la voz narradora sería la de Nuria, la hermana mayor, la mujer de piel morena y pelo blanco que parece sacada de un relato sudamericano. Una de esas mujeres que tan bien retrató Isabel Allende en sus primeras novelas y que también han dibujado escritoras como Angeles Mastretta.
Durante el viaje por el Norte ha habido muchos momentos en que he preferido escuchar a Nuria antes que mirar por la ventanilla. Con ella tenía la sensación de estar haciendo un viaje mucho más profundo, de raíces emocionales, como si tuviera el privilegio de ser testigo de una vida y de un alma de las que mucho se puede aprender. Nuria es una excelente narradora: bastaba con escuchar su relato de cómo vivió el terremoto que azotó Chile el año pasado para comprobarlo. Nuria es de esas mujeres que, después de haber hecho un largo recorrido, se siente libres y seguras, más jóvenes que muchos de nosotros, con la lucidez suficiente para relativizar el presente y con la energía precisa para seguir manteniendo la curiosidad. Hablamos mucho de Chile y de su situación actual, de la "revolución de los paraguas", de los jóvenes echados a la calle pidiendo una mejor educación pública, de los paisajes espectaculares de su tierra, de la contradictoria y apasionante España. Pero cuando salía la Nuria escritora, la que no ha dejado de escribir sus diarios y de beber un par de whiskis diarios, es cuando contaba su propia vida. La historia de un marido médico, ilusionado hasta el último día con su profesión, necesitado de una fe que no tenía cuando se acercó la muerte. Las historias en que se ramifica su presente y su futuro: las de sus hijos y las de sus nietos. El relato de sus muchos viajes por Europa.
Nuria, que se escapa cada vez que puede y se mete en una sala de cine, que ama las películas de Almodóvar, que no para de leer para encontrar paraísos, es una de esas mujeres que parecen tener una varita mágica en sus palabras. En su acento chileno dulce. En su pelo cano en el que pareciera que de vez en cuando se dibujan unas guirnaldas de flores.
Nuria y Carmen Gloria han sido como dos hadas aparecidas por los pasillos del tren, con las bolsas llenas de hechizos y conjuros, con una estela brillante arrastrada por sus pies. Bastaba con mirarlas fijamente y con escucharlas para entender que eran unos de esos seres mágicos que suelen habitar en las montañas del Norte. O dos sirenas que, hace tiempo, renunciaron al mar y prefirieron quedarse en tierra. Aunque, en realidad, es un hada la que pinta los cuadros de Carmen Gloria, como también lo es la que vive entre los renglones que escribe Nuria. Nuestra suerte ha sido poder entrar en el cuento y, sin darnos cuenta, haber recibido la caricia mágica de sus varitas.
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