Cuaderno de bitácora, Viaje en el Transcantábrico, 13-20 de agosto de 2011 (4)
La luz. Siempre la luz. A través de los cristales, construyendo colores, iluminando las soledades, mostrando el camino de la salvación.
Luz de vidrieras y catedrales. Pequeñez del hombre ante el universo. El universo es Dios, inmenso, abrasador, el fustigador del Antiguo Testamento y el acariciador del Nuevo.
Luces azules del Norte y cálidas del Sur. Una catequesis hecha piedra y cristal. Deslumbramiento del homo sapiens frente a las preguntas sin respuesta.
Luz gótica que ilumina la oscuridad de la Edad Media.
Mirar hacia arriba, el cielo que se abre, que puede sepultarnos pero también prometernos el paraíso.
Ojos que buscan en lo alto una agarradera que nos permita callar nuestros temores.
El miedo como origen de los dioses.
La luz como herramienta fervorosa del arte.
La belleza.
Vidrieras contemporáneas: luces y colores del Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (MUSAC).
Hoy los dioses son otros: el consumo, la rapidez, la liquidez de las relaciones. El hombre se siente pequeño ante el futuro. Las incertidumbres son las mismas aunque con distintos ropajes. El arte refleja nuestros vicios y pasiones, nos inquieta, es poco complaciente, propone formas alternativas de belleza. No trata de mostrarnos la inmensidad del universo sino nuestras propias limitaciones.
Hemos ido controlando el mundo, o al menos eso creemos, hemos encendido muchas luces, hemos llegado a la luna, pero seguimos prisioneros de las mismas preguntas sin respuesta. Preguntas que se resumen en una: el porqué de nuestra vida limitada, el precipicio de la muerte, el sinsentido de los días que acaban.
Las vidrieras de la catedral de León me hacen sentir pequeño, sí, pero también me generan paz, me aíslan del mundanal ruido, me acercan a un paraíso que, en mi caso, sólo es posible a través de la belleza que generamos en este mundo.
Los colores del MUSAC también me asombran pero me dejan reducido a una especie de niño eterno. Me invitan no a elevarme a los sublime sino a jugar al parchís.
Prefiero ser un adulto con congojas que un adolescente en un parque temático.
Prefiero la luz de la Catedral de León, en sí misma convertida en una diosa, que la plastificada del MUSAC que, pese a no dejarme indiferente, no me emociona, no me traspasa el alma. Tal vez éste sea para mí, un analfabeto en esta lides, el gran pecado del arte contemporáneo.
La luz. Siempre la luz. A través de los cristales, construyendo colores, iluminando las soledades, mostrando el camino de la salvación.
Luz de vidrieras y catedrales. Pequeñez del hombre ante el universo. El universo es Dios, inmenso, abrasador, el fustigador del Antiguo Testamento y el acariciador del Nuevo.
Luces azules del Norte y cálidas del Sur. Una catequesis hecha piedra y cristal. Deslumbramiento del homo sapiens frente a las preguntas sin respuesta.
Luz gótica que ilumina la oscuridad de la Edad Media.
Mirar hacia arriba, el cielo que se abre, que puede sepultarnos pero también prometernos el paraíso.
Ojos que buscan en lo alto una agarradera que nos permita callar nuestros temores.
El miedo como origen de los dioses.
La luz como herramienta fervorosa del arte.
La belleza.
Vidrieras contemporáneas: luces y colores del Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (MUSAC).
Hoy los dioses son otros: el consumo, la rapidez, la liquidez de las relaciones. El hombre se siente pequeño ante el futuro. Las incertidumbres son las mismas aunque con distintos ropajes. El arte refleja nuestros vicios y pasiones, nos inquieta, es poco complaciente, propone formas alternativas de belleza. No trata de mostrarnos la inmensidad del universo sino nuestras propias limitaciones.
Hemos ido controlando el mundo, o al menos eso creemos, hemos encendido muchas luces, hemos llegado a la luna, pero seguimos prisioneros de las mismas preguntas sin respuesta. Preguntas que se resumen en una: el porqué de nuestra vida limitada, el precipicio de la muerte, el sinsentido de los días que acaban.
Las vidrieras de la catedral de León me hacen sentir pequeño, sí, pero también me generan paz, me aíslan del mundanal ruido, me acercan a un paraíso que, en mi caso, sólo es posible a través de la belleza que generamos en este mundo.
Los colores del MUSAC también me asombran pero me dejan reducido a una especie de niño eterno. Me invitan no a elevarme a los sublime sino a jugar al parchís.
Prefiero ser un adulto con congojas que un adolescente en un parque temático.
Prefiero la luz de la Catedral de León, en sí misma convertida en una diosa, que la plastificada del MUSAC que, pese a no dejarme indiferente, no me emociona, no me traspasa el alma. Tal vez éste sea para mí, un analfabeto en esta lides, el gran pecado del arte contemporáneo.
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