DIARIO CÓRDOBA, 19-12-2011
En un año de tantas malas noticias, me alegro de que, sin ser pretendido por sus protagonistas, se hayan empezado a resquebrajar ciertos tabúes que durante décadas han presidido la vida pública española. En primer lugar, la reforma constitucional llevada a cabo con nocturnidad y alevosía en pleno verano ha servido, pese a lo lamentable de su contenido y de sus formas, para romper varios mitos ligados a nuestra Norma fundamental. Gracias a la chulería del PSOE y del PP, el consenso se ha despojado del aura casi mítica que lo habían convertido en un paradigma, quedando demostrado que la reforma de la Constitución es cuestión de voluntad política. Y que incluso en condiciones tan nefastas como las de septiembre, el sistema permanece en pie, pese a sus achaques y dolencias.
El debate suscitado ha puesto también de manifiesto que buena parte de las narraciones que sirvieron para consolidar el sistema constitucional en los años 80 ya no sirven en un contexto completamente distinto. De ahí que determinadas voces hayan perdido legitimidad y que ciertos discursos apenas inquieten a unas generaciones que necesitarían una Constitución más acomodada a su lenguaje, intereses y expectativas.
En segundo lugar, el escándalo Urdangarín está sirviendo para confirmar un proceso que no ha dejado de avanzar en los últimos años. Me refiero al progresivo deterioro de la intangibilidad de la Corona, otro de esos paradigmas muy ligados al consenso del 78 y que durante décadas ha propiciado que la Jefatura del Estado quedara al margen de exigencias democráticas tales como la transparencia, el control y la responsabilidad.
Un poco sutil pacto de silencio, alimentado por unos medios de comunicación cortesanos y por unos líderes políticos acomplejados, ha permitido durante mucho tiempo casi elevar a los altares no solo al Rey sino a toda una familia que parecía destinada a, paradójicamente, escenificar el cuento de hadas que necesitaba la España democrática para no tener pesadillas por las noches. Como si las portadas del Hola fueran un factor esencial para consolidar el "sentimiento constitucional".
Los últimos acontecimientos, sumados a otros más o menos visibles, así como a actitudes tan criticables como las declaraciones homófobas de la Reina, han servido para que la opinión pública empiece a ejercer con respecto a la Corona uno de sus papeles esenciales en democracia: el control de las instituciones. Sin embargo, y ésta es la gran paradoja con respecto a la Jefatura de Estado monárquica, nuestro sistema hace aguas en cuanto al paso siguiente a ese control que es la exigencia de responsabilidad. Y no sólo porque la Constitución consagre la inviolabilidad del Rey, sino también porque la ejemplaridad, ética y estética, que debe exigirse a un monarca que reina pero no gobierna y a todos los satélites que viven del cuento (de hadas), es imposible de traducir en exigencias sancionables jurídicamente.
En definitiva, todo ello confirma el difícil encaje de la Monarquía, al menos desde la legitimidad de los principios democráticos, en un sistema basado en la triple conexión ciudadanía-igualdad-carácter electivo de los representantes. Unas contradicciones que se ponen más de manifiesto a medida que los discursos de la transición van perdiendo fuelle y se diluyen las razones que en su día justificaron la apuesta por un Rey que, no lo olvidemos, juró fidelidad a las Leyes Fundamentales del Reino.
Por todo ello, los que solo nos sentimos monárquicos en la noche del 5 de enero, no podemos sino sentir una nutriente alegría ante el cada vez más cercano final de una historia en el que, esperemos, las perdices no sean el privilegio de los que tienen o soñaron con tener sangre azul entre las venas. Entre otras cosas, porque ya somos mayorcitos para creernos los cuentos con los que pretenden que conciliemos el sueño como si no hubieran pasado ya más de 30 años. Esos que urdieron los padres de la Constitución y que poco interesan ya a sus nietos y bisnietos.
Comentarios
Publicar un comentario