Miércoles Santo, 4-4-2012
La mayor singularidad de la Semana Santa es que siendo una encierra muchas. La aventura es pues descubrir las singularidades que la diferencian en cada lugar, como si fuéramos intrépidos piratas en busca de un tesoro. El que se esconde en las calles y plazas, en los rincones que la mirada encuentra inesperadamente, en los espacios que no se parecen a otros. Siguiendo el rastro de los pétalos en el suelo, el olor de unos jacintos recién cortados o la música que parece brotar de varios lugares al mismo tiempo.
Córdoba, en Semana Santa, se convierte en un mapa que es preciso recorrer con la mirada siempre dispuesta a la sorpresa y con el deseo de encontrarnos con lo singular. Como esa humilde cofradía que sale de un barrio más allá de las fronteras, donde ni siquiera llegan los taxis. Las afueras que quieren hacerse también ciudad y que lo hacen con un paso que recorre kilómetros acompañado de mujeres luchadoras y niños de futuro incierto. Las Palmeras, a donde nadie quiere ir y mucho menos quedarse, quieren ser Córdoba y llegan a las Tendillas con sus mejores galas. Como un niño recién arreglado en una mañana de domingo de ramos. Haciéndonos visible una realidad que no queremos ver porque tanto nos incomoda.
Siguiendo el mapa llegamos a las calles estrechas. Al Buen Pastor. A los pasos que casi tocan las paredes y a los palios que parecen acariciar los balcones. Lo imposible que se vuelve posible en una especie de magia orquestada en plural. San Basilio. El barrio que se vuelve blanco y violeta. El barrio de los patios y la primavera de bulla. Un arco que recibe y acoge. Huele a pueblo. A Semana Santa de pueblo. Armonía de cal y piedras. El barrio pintado de iris violeta. El arco que parece abrir las puertas de la historia. La historia mestiza de la ciudad.
Paz y Esperanza, siempre en femenino, de una ciudad que a veces tiene comportamientos propios de un nuevo rico al que le gusta lucirse y deslumbrar. Con un señorío cercano a la vanidad pero más propio del orgullo medido. Paz y Esperanza de blanco y plata donde apenas si existe un hueco para que la vista quede en reposo. Barroco de fiesta y aplausos. Fiesta.
Y la sobriedad. Luego la sobriedad. De nuevo el morado bajo un cielo con nubes. Y el perfil imponente de San Lorenzo. Valle de Sevilla en las partituras. Un palio que es un suspiro bajo el rosetón gótico. Un palio que, al marcharse, deja siempre olor a nostalgia.
Córdoba es en estos días un mapa donde encontrar, si uno va con el cuerpo dispuesto a ello, tesoros que tienen la virtualidad de poder ser compartidos por muchos al mismo tiempo. Saeta cordobesa que se vuelve clasicismo en una anochecer que parece de otoño, al amparo de San Pedro. Oro de Misericordia. Virtudes para el entendimiento, la acogida, el cuidado. Valores femeninos que nombran vírgenes y cofradías. Túnicas blancas y cirios encendidos. La ciudad eterna. Abel que lo sigue descubriendo todo curioso. El pirata de las suelas de esparto. Momentos compartidos con otro cofrade con mayúsculas, Mateo Olaya, que tiembla de emoción cuando el miércoles santo se hace noche y él parece haber encontrado una de las piezas del tesoro que buscaba.
La mayor singularidad de la Semana Santa es que siendo una encierra muchas. La aventura es pues descubrir las singularidades que la diferencian en cada lugar, como si fuéramos intrépidos piratas en busca de un tesoro. El que se esconde en las calles y plazas, en los rincones que la mirada encuentra inesperadamente, en los espacios que no se parecen a otros. Siguiendo el rastro de los pétalos en el suelo, el olor de unos jacintos recién cortados o la música que parece brotar de varios lugares al mismo tiempo.
Córdoba, en Semana Santa, se convierte en un mapa que es preciso recorrer con la mirada siempre dispuesta a la sorpresa y con el deseo de encontrarnos con lo singular. Como esa humilde cofradía que sale de un barrio más allá de las fronteras, donde ni siquiera llegan los taxis. Las afueras que quieren hacerse también ciudad y que lo hacen con un paso que recorre kilómetros acompañado de mujeres luchadoras y niños de futuro incierto. Las Palmeras, a donde nadie quiere ir y mucho menos quedarse, quieren ser Córdoba y llegan a las Tendillas con sus mejores galas. Como un niño recién arreglado en una mañana de domingo de ramos. Haciéndonos visible una realidad que no queremos ver porque tanto nos incomoda.
Siguiendo el mapa llegamos a las calles estrechas. Al Buen Pastor. A los pasos que casi tocan las paredes y a los palios que parecen acariciar los balcones. Lo imposible que se vuelve posible en una especie de magia orquestada en plural. San Basilio. El barrio que se vuelve blanco y violeta. El barrio de los patios y la primavera de bulla. Un arco que recibe y acoge. Huele a pueblo. A Semana Santa de pueblo. Armonía de cal y piedras. El barrio pintado de iris violeta. El arco que parece abrir las puertas de la historia. La historia mestiza de la ciudad.
Paz y Esperanza, siempre en femenino, de una ciudad que a veces tiene comportamientos propios de un nuevo rico al que le gusta lucirse y deslumbrar. Con un señorío cercano a la vanidad pero más propio del orgullo medido. Paz y Esperanza de blanco y plata donde apenas si existe un hueco para que la vista quede en reposo. Barroco de fiesta y aplausos. Fiesta.
Y la sobriedad. Luego la sobriedad. De nuevo el morado bajo un cielo con nubes. Y el perfil imponente de San Lorenzo. Valle de Sevilla en las partituras. Un palio que es un suspiro bajo el rosetón gótico. Un palio que, al marcharse, deja siempre olor a nostalgia.
Córdoba es en estos días un mapa donde encontrar, si uno va con el cuerpo dispuesto a ello, tesoros que tienen la virtualidad de poder ser compartidos por muchos al mismo tiempo. Saeta cordobesa que se vuelve clasicismo en una anochecer que parece de otoño, al amparo de San Pedro. Oro de Misericordia. Virtudes para el entendimiento, la acogida, el cuidado. Valores femeninos que nombran vírgenes y cofradías. Túnicas blancas y cirios encendidos. La ciudad eterna. Abel que lo sigue descubriendo todo curioso. El pirata de las suelas de esparto. Momentos compartidos con otro cofrade con mayúsculas, Mateo Olaya, que tiembla de emoción cuando el miércoles santo se hace noche y él parece haber encontrado una de las piezas del tesoro que buscaba.
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