Lunes Santo 2012
Los días de Semana Santa tienen mucho de espacio suspendido en el tiempo. De retorno a la infancia. A los días anchos y largos en los que parecía que la vida era un juego permanente, una apuesta en la que no cabía la derrota, un vasto campo de afectos sin contrapartida.
La única patria es la infancia y tal vez por ello esta celebración perdura sin que nadie sepa muy bien a qué es debido. Quizás la explicación haya que buscarla en ese momento de la vida en la que los sentimientos brotan más libres, ingenuos, saltarines. En el que todo dentro de nosotros es un niño con capacidad para la sorpresa y la admiración. En el que es tan fácil sentir que el pueblo es, sobre todo, una geografía humana.
Abel y sus primos no necesitan ese retorno porque, afortunados, todavía habitan ese territorio donde la realidad y la magia se mezclan caprichosamente. Sin que se den cuenta están forjando una cadena de afectos que, de no romperse con el vaivén de los tiempos, será la que mejor pueda sostenerlos en la ardua y puñetera tarea que supone vivir.
Siempre tendrán en ese tesoro que acaba siendo la memoria la tarde de un Lunes Santo en la que lo de menos eran el Cristo o la Virgen a la que acompañaban. Lo de más era esa envidiable conjunción de sonrisas limpias y fraternidad elegida. La patria en la que siempre habitarán.
Los días de Semana Santa tienen mucho de espacio suspendido en el tiempo. De retorno a la infancia. A los días anchos y largos en los que parecía que la vida era un juego permanente, una apuesta en la que no cabía la derrota, un vasto campo de afectos sin contrapartida.
La única patria es la infancia y tal vez por ello esta celebración perdura sin que nadie sepa muy bien a qué es debido. Quizás la explicación haya que buscarla en ese momento de la vida en la que los sentimientos brotan más libres, ingenuos, saltarines. En el que todo dentro de nosotros es un niño con capacidad para la sorpresa y la admiración. En el que es tan fácil sentir que el pueblo es, sobre todo, una geografía humana.
Abel y sus primos no necesitan ese retorno porque, afortunados, todavía habitan ese territorio donde la realidad y la magia se mezclan caprichosamente. Sin que se den cuenta están forjando una cadena de afectos que, de no romperse con el vaivén de los tiempos, será la que mejor pueda sostenerlos en la ardua y puñetera tarea que supone vivir.
Siempre tendrán en ese tesoro que acaba siendo la memoria la tarde de un Lunes Santo en la que lo de menos eran el Cristo o la Virgen a la que acompañaban. Lo de más era esa envidiable conjunción de sonrisas limpias y fraternidad elegida. La patria en la que siempre habitarán.
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