DIARIO CÓRDOBA, 16 de julio de 2012
El filósofo Avisahi Margalit sostiene que una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a ninguno de sus miembros. Si aplicáramos dicho test a nuestra democracia me temo que las conclusiones nos llevarían directamente a la UVI, sobre todo si analizamos los comportamientos y actitudes de nuestros representantes en los últimos meses. Porque en el estado de excepción democrática que nos encontramos, en el que se están arrasando las exigencias del un Estado constitucional, nuestra clase política está dando muestras más que suficientes de ineficacia, irresponsabilidad y, lo que es peor, de indecencia.
La imagen de los diputados del PP aplaudiendo los últimos recortes, y no digamos la actuación estelar de la diputada Fabra, constituyen la imagen más contundente de los niveles de indignidad y desvergüenza a los que ha llegado la mayoría de nuestros representantes. Demostrándonos que, más allá de la crisis económica, la más angustiosa crisis que nos azota es la de nuestro sistema democrático, articulado sobre las todopoderosas maquinarias partidistas y sobre una concepción de la política como profesión. La democracia de partidos ha anulado los contrapesos que en teoría debería suponer la división de poderes, ha reducido al mínimo la eficacia del sistema parlamentario y, sobre todo, ha alimentado una clase política que me resisto a asumir que sea la que nos merecemos.
La altura ética y la capacidad resolutiva de cualquier político debe demostrarse muy especialmente en las situaciones críticas. Es en ellas cuando se pone a prueba su liderazgo, su capacidad comunicativa, su conexión incluso emocional con el pueblo que lo ha elegido. En nuestro caso, la situación catastrófica que vivimos nos está demostrando, sin embargo, la carencia de todos esos valores en quienes tienen que tomar decisiones, los cuales, por el contrario, no dudan en traicionar el programa que les llevó al gobierno. Una traición que sería más que suficiente para que presentaran la inmediata dimisión.
Porque si bien es cierto que las urnas les otorgaron una legitimidad de origen, la de ejercicio la han perdido en los escasos meses que llevan el poder. Si a eso añadimos que el principal partido de la oposición está hundido en el pozo de su propio ombligo, es fácil encontrar razones más que suficientes para que los ciudadanos nos encontremos jodidos e indignados.
En un momento en el que se están pidiendo tantos sacrificios, los cuales afectan sobre todo a los sectores más vulnerables de la sociedad y apenas tienen incidencia paradójicamente en los que han sido responsables del desastre, nuestros políticos deberían ser más ejemplares que nunca, y no solo en sus comportamientos sino también en la mira de sus actuaciones. De esa manera la ciudadanía, aún sufriéndolas, comprendería mejor las medidas adoptadas y, como mínimo, rebajaría sus niveles de indignación. Algo que, sin embargo, no está sucediendo. Más bien al contrario, mientras que se nos recorta a los de siempre, comprobamos cómo no se acomete ninguna reforma estructural de nuestro desmesurado Estado autonómico, cómo se mantienen los largos listados de enchufados varios en todas las administraciones, cómo los que entienden la política como una forma de empleo no renuncian a sus pensiones vitalicias y demás prebendas, cómo se prorrogan órganos inútiles y cargos prescindibles o cómo no se exigen responsabilidades políticas, e incluso penales, a los que han contribuido a cavar el agujero en el que nos encontramos.
Por todo ello, y ante la ineficacia probada de los mecanismos democráticos pervertidos por los partidos, es el momento de que los ciudadanos pasemos de la indignación a la rebelión. Que despertemos de la anestesia que con tanta vaselina nos han ido introduciendo en los tiempos de bonanza y que seamos capaz de movilizarnos con el mismo ímpetu que lo hacemos cuando gana la Roja. De lo contrario, también nosotros pecaremos de indecencia y, por lo tanto, de complicidad con los que, en vez de llorar, aplauden nuestra desgracia.
No se porqué, pero ésta tipeja me recuerda a Marine le Pen y su Papá fascista, un especimen de Barbie con reminiscencias de Isabel Tocino. A partir de ahi, lo más preocupante es que el partido al cual pertenece la niña y su papá siga teniendo un apoyo en las urnas significativo. Parece que para muchos, la mentira sigue teniendo efectos alucinógenos...
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