Anoche Jesús Leirós presentó en la Ermita de la Candelaria su segundo poemario, DRAMABUNDO. Una colección de heridas abiertas y rostros que duelen frente a la que es imposible permanecer indiferente. Estoy deseando de que vuelva la lluvia, encender el flexo y adentrarme en este "bodegón de una belleza pictórica donde caben todos los frutos prohibidos" (Pablo García Baena dixit). Sólo entonces me atreveré a poner por escrito las sensaciones que me provocan unos versos que, en una primera mirada, me saben en su mayoría a ese café agridulce al que el azúcar no logra quitar la amargura negra del fondo.
No sé si Jesús es verde, o naranja, o azul, o rosa. Ni siquiera Jesús Pozo, que bien lo conoce, es capaz de optar por una etiqueta. En lo que sí coincidimos los dos es en reconocer que Leirós arrastra consigo una especie de estela, no sé si mágica o surrealista, con la que envuelve a todo y a todos los que toca. En el poco, pero intenso, tiempo que llevo de conocerlo me ha demostrado que en su caso literatura y vida, realidad y ficción, verso y prosa, son etiquetas que sobran. Lo suyo es más bien una pócima de ingredientes secretos con la que seduce a todo aquel que se atreva a dejarse sorprender por la generosidad de este niño que aún tiene mucho que aprender.
Jesús tiene el verde de la esperanza, de todo lo que queda por hacer, pero también el blanco de la paz, el azul profundo del mar, hasta la bandera multicolor del diferente. Es pícaro e inquieto, saltimbanqui y frágil, pese a sus apariencias de pop-star que sueña a diario con divas en blanco y negro.
Jesús Leirós es de esas personas a las que me cuesta definir. Y en ello radica lo que más me gusta de él. En esa complejidad que, sin embargo, carece de dobleces y de disfraces arrogantes. Estoy seguro de que tras sumergirme en su Dramabundo conoceré algo más de este hombre que parece haberse tragado toda la alegría del mundo, aunque bajo su ombligo en ocasiones se descubran cicatrices no cerradas del todo. De momento, y ya es mucho, me quedo con el amigo que me trajo la Symborska y del que, como tantas veces le digo, me gustaría ser road manager para así no perderme ninguno de los muchos y buenos momentos que sé le esperan si no renuncia al Peter Pan que bulle en sus ojos miopes.
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