Diario CÓRDOBA, lunes 8-10-2012
A estas alturas de la crisis tal vez deberíamos estar curados de espanto, sobre todo los que hemos asumido que estamos asistiendo a una revisión de los paradigmas constitucionales que durante décadas nos dieron cobijo. Sin embargo, todavía hay noticias que nos alarman y que nos ponen de manifiesto que el sistema continúa ensanchando las desigualdades entre los privilegiados y los que vamos camino de convertirnos en súbditos. Hace unos días algunos recibimos indignados el dato de que en los presupuestos de 2013 figura que el Estado entregará a cuenta cada mes a la Iglesia 13.266.216,12 euros. La misma cantidad que en 2012, la cual se dedicará a las retribuciones de los obispos y sacerdotes, así como a pagar el funcionamiento de la Conferencia Episcopal. Ahora bien, la asignación prevista en los presupuestos para todo el año, cuando se liquide la declaración de la renta, será mayor: 249 millones, tres más que en 2012. A todo ello habría que añadir las partidas que van destinadas a los colegios católicos, al profesorado de religión, a la rehabilitación de catedrales o al pago de capellanes.
De esta manera, comprobamos como la Iglesia Católica se mantiene inmune a los recortes que están derribando progresivamente las conquistas del Estado Social, consolidando así un estatuto privilegiado que es difícilmente compatible con los principios constitucionales de igualdad y de aconfesionalidad estatal. Una situación de privilegio que es sangrante en unos momentos en los que servicios básicos como la educación o la sanidad están volviendo a niveles de los años 80 y en los que las penurias de las arcas públicas obligarían a la revisión, ahora más urgente que nunca, de un modelo de financiación y de relaciones con la Iglesia de constitucionalidad más que dudosa. Un modelo que, no lo olvidemos, mantuvo y mejoró el gobierno socialista, lo mismo que ahora, con más lógica dados sus líneas programáticas, está dispuesto a mantener un PP que no tiene reparos en admitir que la moral de un club privado puede y debe inspirar la legislación aplicable a toda la ciudadanía. Todo ello por no hablar de la complicidad por omisión de la jerarquía eclesiástica respecto a una serie de medidas que afectan de manera singular a los más débiles de la sociedad.
Y es que ante los niveles dramáticos de desempleo, el aumento imparable de los índices de pobreza o las actitudes escasamente éticas de las elites financieras, a muchos nos gustaría ver a los obispos ocupando las calles, lo mismo que lo hicieron en su día en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, la Educación para la Ciudadanía o el aborto. Si fueran fieles al evangelio, y no olvidaran con tanta frecuencia el contenido políticamente revolucionario de las bienaventuranzas, deberían estar encabezando todas las protestas y manifestaciones que claman por una sociedad más justa, más igualitaria, que no siga humillando a los frágiles y que sea más exigente con las responsabilidades de quienes ejercen el poder. Mientras tanto, en mi pueblo, como en todos los pueblos de España, los comedores de Cáritas no dan abasto. En ellos es la gente más humilde, más anónima, más cristiana en el sentido más radical del término, la que da muestras permanentes de compromiso, más que religioso, cívico. Son esas mujeres y esos hombres los que de verdad representan hoy, en este mundo terrible que habitamos, la luz de una doctrina que quiso hacer dueños de la tierra y el cielo a los mansos, a los que lloran, a los misericordiosos, a los que sufren persecución por la justicia. Un ideal ético, y político insisto, que parecen olvidar los que con viven instalados en la poltrona cegadora de la jerarquía. Esos que hoy deberían estar portando una pancarta en la pudiera leerse con luminosa claridad: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
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