DANS LA MAISON, de François Ozon
En los últimos tiempos cada vez es más complicado encontrar una película que te trate como un espectador inteligente. La sociedad mediática en que vivimos, y muy especialmente la superficialidad que alimentan las redes sociales, nos ha ido ubicando progresivamente en una permanente adolescencia. De ahí que se nos vendan productos de usar y tirar, esos que nos generan permanente insatisfacción y que nos hacen sucumbir ante el espectáculo pero que apenas si tocan las entrañas. Todo tan superfluo y pasajero, aunque en ocasiones luminoso, como la lista de canciones de los 40 principales.
Por eso es tan de agradecer una película como la última de Ozon, la cual parte de considerar al espectador como un cómplice inteligente, al que arrastra a un laberinto perverso y lúcido. Basada en una obra de teatro de ese otro talentazo que es Juan Mayorga, DANS LA MAISON encierra muchas capas, es como una de esas cajas enormes que dentro contienen otras más pequeñas y que uno va abriendo sin saber cuándo ni cómo llegará al final. A través de la fascinación que un profesor de literatura (impresionante Fabrice Luchini) siente por el alumno de la última fila que escribe historias sobre una familia en cuya intimidad se ha colado (fascinante, y viscontiano, Ernst Umhauer), el director nos seduce con una trama en la que se pierden las fronteras entre realidad y ficción, en la que nosotros mismos nos convertimos en voyeurs (que somos si no los espectadores siempre) y en la que incluso se ponen a prueba los códigos morales que intentan siempre contener nuestros impulsos. Y todo eso Ozon lo hace con sabiduría, ritmo, humor e ironía. Como el que te está despellejando vivo sin que tú te des cuenta y que incluso te hace sentir placer con los cortes.
Son muchas las lecturas que encierra la película. Además de los magníficos apuntes sobre algunos fantasmas de la sociedad contemporánea - el deterioro de la educación, la futilidad del arte contemporáneo - , DANS LA MAISON nos conduce por los vericuetos de la creación - literaria pero también cinematográfica, artística en general - y nos deja el descubierto cómo no podemos crear sin en definitiva sentirnos otros o, como mínimo, sin husmear en la realidad de otros. La insatisfacción con nuestras vidas, la mediocridad que no siempre asumimos, la rutina y la cobardía, nos hacen irremediablemente necesitar de otras vidas que nos consuelen, que nos estimulen, que incluso nos provoquen los más bajos instintos y hagan desatar incluso las más terribles pasiones. Ahí radica la necesidad, a veces enfermiza, que muchos tenemos de las novelas o del cine. Es decir, necesitamos colarnos en la vida de otros, desear otros cuerpos, sentir otras pieles, dejarnos seducir por lo imposible, si queremos sobrevivir en el no siempre satisfactorio devenir de los días que nos tocan en suerte.
Siempre hay una manera de entrar en una casa. Eso es lo que lleva siglos haciendo la literatura y algo menos el cine. Es lo que busca y hace el creador. Vivir gracias a la vida de los otros. Conjurar la imperfección propia y regodearse ante los pies perfectos de un oscuro objeto del deseo, de un olor que nos sabe a nuevo, de una felicidad que la mayoría de las ocasiones es imaginada. Crear - vivir - no es otra cosa que mirarse en espejos y mirar por las ventanas.
Pero, más allá de todo ese juego de espejos y ventanas que propone Ozon, lo más brutal de su película - perfectamente narrada y engrasada - es cómo nos muestra, incluso perversamente, la facilidad con que nos dejamos seducir por lo que nos ofrece estímulos. De qué manera nos saltamos los diques y nos ponemos en peligro. Qué borrosas son las fronteras de los deseos. En el fondo, qué animales tan solitarios e imperfectos somos y cuánto necesitamos de ángeles, aunque en muchos casos estos nos lleven al infierno.
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