"La democracia es un caos..." Dice casi al final de la película el personaje de Abraham Lincoln, tal vez asumiendo la enorme complejidad que conlleva el proceso democrático y, por tanto, reconociendo la práctica imposibilidad de renunciar a sus sombras. Es decir, a todos esos trayectos que certifican desde antiguo que para alcanzar determinados fines no importan los medios. Una reflexión que, lamentablemente, hoy más que nunca, está de plena actualidad en un país como el nuestro en el que casi todo lo público huele a podrido...
La última película de Spielberg es casi más una lección de política y de Derecho Constitucional que buen cine. No seré yo quién ponga en duda muchas de sus virtudes cinematográficas, pero como creación audiovisual le falta emoción y le sobra rigor, carece de la tensión sin que la es imposible generar un cierto grado de empatía en el espectador y, sobre todo, en la primera hora puede hacerse muy cuesta arriba para aquel que sepa poco de la historia americana o tenga escaso interés por los entresijos de la política. Hecha esta salvedad, la película merece proyectarse en cualquiera de mis clases de Derecho Constitucional, para explicar el funcionamiento del sistema presidencialista, las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo, el mismo concepto de Constitución como norma suprema o la célebre descripción de la democracia, atribuida a Lincoln, como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Aunque, por encima de todo ello, lo que mejor retrata la película es la trastienda del juego democrático, la inevitable corrupción del poder, el necesario recurso a estrategias no siempre legales para encauzar de alguna forma el "caos" democrático. E incluso, la gran pregunta que uno acaba planteándose tras contemplar la apasionante votación de la 13ª Enmienda de la Constitución de EEUU es si para alcanzar conquistas que repercuten en beneficio de la igual dignidad de todos se deben dar por bien servidas las urdimbres situadas en los márgenes del sistema. Ese y no otro es el gran dilema moral que plantea LINCOLN y que, en definitiva, nos plantea la democracia como forma de organización política.
Como suele ser habitual en las películas del mago Spielberg, la ambientación, la música del maestro Williams o la fotografía están cuidadas al milímetro y se agradece que, salvo en un par de ocasiones, el director no haga uso de su habitual tendencia a lo sentimentaloide. Aunque, desde el punto de vista artístico, lo mejor de la película son sus interpretaciones. Sally Field borda su papel de esposa - ¿loca, enferma, incomprendida? ¿una mujer sufriendo "el mal que no tiene nombre"? - y las escenas con su marido constituyen un duelo interpretativo de altura. Tal vez el mejor halago que se pueda hacer de ella es que sale airosa del reto de estar frente a Day-Lewis. Porque éste no interpreta a Lincoln, es Lincoln. Pocos actores logran los milagros que él ha demostrado en otros trabajos y que en éste lo elevan a la perfección a través de una inmersión absoluta en el personaje. Algo además difícil de conseguir en personajes históricos donde es tan fácil caer en la caricatura o la exageración. Como es habitual en él, Day-Lewis nos demuestra que es uno de los mejores actores de todos los tiempos y sólo por él merece ver la pena esta película a la que, sin duda, volveré cuando deba explicarle a mis alumnos y a mis alumnas la complejidad de un sistema que, pese a todo, es el único que nos ha permitido durante más de dos siglos ir conquistando cuotas progresivas de dignidad.
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