Las fronteras indecisas,
Diario Córdoba, 23-12-2013
Cada año que pasa soporto peor el mes de diciembre. En él se concentran todos los excesos de un modelo de convivencia que glorifica la lógica del mercado y que se apoya en la anestesia de los festines colectivos. Cada año me duelen más las luces nada ecológicas, la insistencia de los cánticos tribales y las sonrisas que huelen a sucedáneo de perfume caro. Un dolor que se multiplica en unos momentos en los que la miseria, socioeconómica de muchos y moral de unos cuantos, sacuden a un país que parece resignado a dejar de ser camisa blanca de la esperanza. Todo ello mientras asistimos, entre impotentes e indignados, al sacrificio permanente de las libertades no solo en nombre de la austeridad sino sobre todo en el de una ideología que no admite que una democracia sin igualdad no es democracia.
Me resisto a dejarme seducir por los escaparates y por catálogos que insisten en que las niñas todavía quieren ser princesas. Me sublevo frente a la apoteosis del pensamiento simple y de una democracia solo formal en la que parece importar más el estatuto de consumidor que el de ciudadano. Me rebelo contra quienes insisten en tratarnos como marionetas y contra quienes siguen usando los púlpitos para culpabilizarnos en nombre de dogmas interpretados por jerarcas patriarcales. Mucho más en una época en la que todo parece aliarse para reducir al mínimo nuestra autonomía, para convertir en escombros las garantías del Estado de Derecho, para hacer que parezca un coste asumible del sistema el empobrecimiento progresivo de la ciudadanía. Y todo ello mientras que la policía entra en sedes de partidos y sindicatos. El Título Preliminar de la Constitución sangra.
Todo es terriblemente paradójico en este diciembre que apesta. Paradoja perversa de las luces que nos aplastan en las calles mientras que muchos pronto no podrán encenderlas en sus casas. Puro Berlanga que nos recuerda que sentemos un pobre a nuestra mesa antes de que muera por comer yogures caducados. Caridad en vez de justicia. Y terror. El que me provocan los villancicos de Raphael, o la Esteban vendiendo libros como churros en el súper o las tertulias en las que todos nos adoctrinan.
Pero nada comparado como el miedo que me provocan Gallardón y sus principios. El que empequeñece al que siente cómo los derechos se vuelven líquidos ante la presión de quienes parecen seguir sin entender que la vida sin autonomía solo es un remedo justificable para los que en vez de la razón se agarran al mito. Algo de lo que saben mucho las mujeres que llevan siglos luchando por su espacio de soberanía y por la garantía de su mayoría de edad como sujetos de derechos. Algo que, sin embargo, parecen ignorar las mujeres del PP para las que pesa más la disciplina de partido que la solidaridad de género. Así es fácil volver a encontrarnos con María peinándose entre cortina y cortina, villancico de esposa sumisa ante el Padre todopoderoso. La mujer mujer de Aznar y la mujer madre de Gallardón. Una terrible marcha atrás en el proceso de emancipación que las mujeres de este país iniciaron tan tarde y que les ha costado tanto esfuerzo. Lo cual es lo mismo que decir que una herida más, y bien honda, en el corazón mismo de la democracia.
A todos nos ha tocado la lotería con este Gobierno que parece empeñado en reescribir, a beneficio de los que más tienen, el siempre difícil equilibro entre libertad y seguridad. Nos sobran motivos ya no para la tristeza y el desencanto, sino para la rebelión cívica. La que deberíamos iniciar en este diciembre de luces ilustradas que se apagan. La que nos debería llevar a volver la vista, en esta Navidad absurda, a quienes el sistema cada día hace más débiles. Convencidos de que la magia es un invento de El Corte Inglés y la caridad una virtud innecesaria cuando la justicia no expulsa a nadie a los márgenes de la celebración.
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