Hay pocos rostros cinematográficos en la actualidad que expresen mejor el dolor, los dramas humanos, las tensiones que provoca nuestra vulnerabilidad, que el de la actriz francesa Marion Cotillard. Su enorme capacidad para dotar de nervio y emoción a cualquier personaje, y para que empaticemos en seguida con sus luchas internas, se demuestra como nunca en la última película de los siempre comprometidos hermanos Dardenne.
Cuando pasen unos años será interesante revisar las no muchas, pero sí interesantes películas, que se están haciendo teniendo bien como trasfondo o como tema principal la crisis económica y social que estamos sufriendo. Dos días, una noche figurará en esa antología como uno de los mejores retratos no ya, desde mi punto de vista, de la crisis, sino del cambio de modelo que se está asentando en la Europa de los mercaderes. La historia de Sandra, que la Cotillard hace suya con fuego y sin artificios, que tras una enfermedad es despedida de su trabajo cuando el empresario descubre que puede apañárselas bien con una trabajadora menos, representa un magnífico ejemplo de la tremenda precarización en que se ha instalado el mundo laboral. Un mundo en el que tener un trabajo no significa no ser pobre y en el que los que hasta ahora entendíamos como derechos se diluyen bajo el imperio de la eficiencia y la sostenibilidad. El gran dilema moral que plantea la película es si, en este contexto de miseria, somos capaces de ejercer como última salida la solidaridad: Sandra puede salvarse si sus compañeros y compañeras renuncian a una paga extra. La película nos cuenta su dura travesía durante el fin de semana en el que trata de convencerlos para que finalmente ella pueda conservar su puesto de trabajo. Y es justo en lo complejo de ese dilema donde reside el núcleo de esta historia, que además los Dardenne relatan sin estridencias, sin intención de sermonear, con la fuerza única de las palabras y las miradas de los personajes.
Dos noches, un día nos coloca frente al dolor terrible que supone convertir los derechos en concesiones graciosas del poderoso, además de llevarlos al extremo de hacer depender su efectividad de la generosidad individual de quienes deberían ser sus justos titulares. La historia de Sandra es una historia de más del triunfo de los "poderes salvajes" de los que habla Ferrajoli y del fracaso del "paradigma constitucional" según el cual los derechos del individuo son los que dotan de contenido sustancial a las democracias. Ante este fracaso, es la dignidad, individual, pero también la de toda una sociedad, la que queda herida de muerte. Y así lo vemos en los ojos que lloran de Sandra, en su sus lucha titánica por mantenerse a flote, tan frágil y vulnerable como acabamos siendo todos frente a un sistema regido cada vez más por la ley de la selva.
Como rayo de esperanza, el final de una historia en la que Sandra mantiene por encima de todo eso que le han intentado arrebatar: su dignidad. La que ahora han dejado de garantizarnos convenientemente los sistemas constitucionales que creamos pensando en que con ellos estaríamos a a salvo de los látigos del poder, pero que pasan en la actualidad, más que por una crisis, por un cambio de orientación que acabará desfigurándolos. Todo ello si no seguimos el ejemplo de la mujer que ha vencido una enfermedad y que, pese a todo, sigue creyendo en sí misma, y nos rebelamos frente a una dictadura, la del mercado, que está alimentando el lado más egoísta e individualista que habita en nosotros. Tomando una vez más por bandera la lucha por los derechos que han de ser condiciones ineludibles del pacto y nunca piezas en una balanza que acaba inclinándose a favor del poderoso.
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