Nunca me ha gustado el mes de diciembre. Desde hace años me gustaría escapar de unas semanas en las que me hieren las luces de colores y se me atragantan los polvorones. La Navidad, que en pocas semanas comenzará a golpearnos desde los supermercados, se ha convertido para mí en un tiempo incómodo: la más brutal expresión de un modelo que nos obliga a ser felices consumiendo al ritmo que marcan los poderes salvajes que nos gobiernan. Este año, sin embargo, diciembre tendrá un sabor especial. El de las papeletas electorales, el de las urnas expectantes, el de las muchas incógnitas que protagonizarán muchas de las conversaciones en las que las familias volverán a demostrar que los afectos más auténticos son los elegidos, no los heredados.
Llegaré a la campaña electoral con un terrible hartazgo de nuestra clase política, absolutamente desilusionado y literalmente perdido ante las promesas de unos aspirantes a representantes a los que hace tiempo dejé de creerme. Me costará, creo que más que nunca, decidir un voto que me resisto a que sea engullido por un sistema electoral injusto y que preveo que difícilmente servirá para que cambien, como a mí me gustaría que cambiaran, las estructuras de poder que nos malgobiernan.
Las nuevas opciones políticas, que sin embargo a mí cada día que pasa me parecen tan viejas como las de siempre, serán la "gran" novedad de una contienda en la que ojalá, y esa tal vez sea la única buena nueva previsible, ningún partido alcanzará la mayoría absoluta. En este sentido, me gustaría que diciembre fuera el inicio de una nueva fase de nuestra democracia en la que consigamos consolidar otros métodos de hacer política, otra cultura pública basada más en el pacto que en la confrontación, un nuevo lenguaje en el que la ciudadanía se pueda reconocer sin el auxilio de los profesionales de lo público. Ello pasa necesariamente, desde mi punto de vista, por abrir un proceso constituyente en el que, más que poner al día la Constitución, la convirtamos en un instrumento que realmente responda a las exigencias de justicia y bienestar de la ciudadanía. Que de manera efectiva establezca instrumentos de control del poder, de todos los poderes, y de garantía de nuestros derechos. Para lograr ese objetivo hace falta, no obstante, no solo una ciudadanía activa y comprometida con lo que podríamos llamar el ethos democrático, sino también unos actores políticos que sumen generosidad, lucidez y capacidad de mirar a largo plazo y con autonomía con respecto a las oligarquías de partido. Esas que habitualmente actúan más como grilletes que como espacios de libertad y pluralismo.
Mucho me temo, sin embargo, que los sujetos que están actualmente en condiciones de liderar esos cambios no estén a la altura. Basta con hacer un breve repaso a los que están capitaneando las alternativas nacionales, todos por cierto hombres y muy fieles al rol tradicional de héroes viriles, para constatar que nuestros sueños carecen de narradores capaces de llevarlos a un happy end. Una sensación frustrante que se acrecienta cuando vamos conociendo las candidaturas que podremos votar en cada provincia.
Quizás mi único deseo que veo con posibilidades de que cumpla en diciembre sea el de desalojar a Rajoy de Moncloa. Como ciudadano de izquierdas ese objetivo me bastaría para darme por satisfecho mientras soporto los villancicos por las calles. Pero como soy, o al menos intento serlo, un ciudadano exigente y responsable también me gustaría que tras la marcha del PP la alternativa fuera una izquierda sólida y creíble. Nada que ver con la que se me antoja una imposible suma de machirulos que se nos venden como nuevos cuando continúan siendo prisioneros de lo que con tanta frecuencia critican para legitimarse. Esos que tal vez, para horror de los que aún creemos en las utopías, usen como banda sonora de su campaña el "hacia Belén va una burra, yo me remendaba, yo me remendé..."
Las fronteras indecisas, Diario CÓRDOBA
lunes, 5 de octubre de 2015
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