El año que murió don Miguel la ciudad seguía como un estanque cuyas aguas apenas había removido el largo invierno. Con esa mirada melancólica de las penélopes que pintaba Julio Romero. El año que murió don Miguel, al que siempre se llamó así, con el "don", para que quedara constancia de la predisposición sumisa, la historia continuaba sin escribirse. Sobraban las miles de páginas hagiográficas y faltaba la valentía de desenmascarar al personaje y, con él, a una época que tuvo tantos cómplices. Algunos procuraban esconder las fotografías en las que años atrás enseñaban dientes al lado del prelado, otros se pensaron mucho si pasar o no por el photocall del funeral. Alguno, más fiel a sus intereses que lo que él mismo podía imaginar, reclamó un homenaje. Otra, sin embargo, la más lista, se limitó a pensar en la próxima rueda de prensa y en color de la chaqueta que llevaría, ese repetido disfraz que ya no ocultaba que había nacido no tanto para hacer política sino para detentar poder. Nadie todavía le había explicado que el patriarcado no es solo el gobierno de los hombres sino también el gobierno de forma masculina.
El año que murió don Miguel la provincia seguía batiendo récords nacionales de desempleo y aunque algunos colores habían cambiado pareciera que Lampedusa no quisiera abandonar un sur tan parecido al suyo. El año que murió don Miguel la ciudad seguía careciendo de política cultural y prácticamente de cualquier tipo de política. Tal vez porque se había malacostumbrado a entender la cosa pública como un casino de amiguetes que se hacen favores y esconden mutuamente sus vergüenzas. El año que murió don Miguel, cuando un abril lluvioso anunciaba un mayo de romerías, los vecinos y las vecinas continuaban paseando por uno de los lugares más bellos del mundo, pero en el que todas y todos parecían haberse convertido en penélopes que esperan en un patio hermosísimo. Sin atrever a mirarse en el espejo que les mostraría la cuota de responsabilidad que cada uno tenía en el naufragio. Mientras tanto, la política local se había convertido en una sucesión de gestos, de banderas que subían y bajaban, en una provocación permanente para que cada cual se reafirmara en su trinchera. El año que murió don Miguel, una alcaldesa desdibujada como el Woody Allen de Desmontando a Harry y una izquierda empeñada en restarse a sí misma, continuaban desconcertado a quienes pensaban que alrededor de la Mezquita sobraban profetas y faltaba acción política.
El año que murió don Miguel, la ciudad era prisionera de una contrarreforma eclesiástica, de una invasión calculada de ejercicios públicos de fe mecidos por costaleros, de un retorno al incienso que todo lo nubla y que se empeñaba en demostrar que su fragancia era más poderosa que la de los jazmines de Hisae Yanase. Ante tal desafío de los púlpitos, los silencios se multiplicaban, y quienes osaban reivindicar el valor sagrado de la laicidad eran condenados como herejes. De ahí que quienes pretendían seguir saliendo en la foto, y enseñando dientes en la prensa local, no dudaran en traicionar a sus convicciones y en hacerse partícipes del circo. De esta manera, la ciudad en la que don Miguel hizo y deshizo, continuaba fiel a su espíritu conservador y hasta reaccionario. Todavía confiaba en que las bellezas heredadas serían capital suficiente para sobrevivir en un siglo XXI que parecía encerrado bajo llave en el C4.
El año que murió don Miguel, y en el que viejos conocidos habían bajado de las estatuas de Fuengirola a los banquillos de la justicia, la ciudad se disponía a inaugurar otro mayo de botellones floridos, patios invadidos y olor a fritanga en el Arenal. Tan felices. Aunque solo unos cuantos, los de siempre, continuaban comiéndose las perdices.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba, 18 de abril de 2016
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/ano-murio-don-miguel_1034234.html
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