El sábado se casaron José Mª y Fran. Fue emocionante acompañarles en una noche que tuvo la grandeza de lo personal y el peso de lo simbólico. Gracias al feminismo he aprendido que lo personal es político y que por tanto cualquier gesto, cualquier paso, cualquier actitud, por íntima que la creamos, acaba incidiendo en el orden social que habitamos. Por eso, todos los que el sábado los acompañamos, más allá de compartir un rato de celebración de los afectos, estábamos, tal vez algunos de manera inconsciente, afirmándonos y reconociéndonos. Haciéndonos visibles en un mundo en el que todavía, a pesar de las muchas conquistas, es necesario seguir insistiendo en que la igualdad no es sino el reconocimiento de las diferencias. Y que la diversidad de afectos y de deseos no es más que la expresión de la riqueza de un ser humano que necesita ser liberado de binomios que lo enjaulan.
Me habría encantado que el obispo de Córdoba y los párrocos que le siguen el juego hubieran estado el sábado con nosotros. Que hubieran sido testigos de cómo el amor no entiende de orientaciones y de cómo los dogmas acaban siendo cadenas que mal casan con nuestra autonomía. Tal vez no habría mayor antídoto contra la homofobia que la celebración sin máscaras de lo diverso, el compromiso gozoso frente al silencio, la demostración plural y pública de que en una democracia o cabemos todos o no cabe ni dios. Y que por tanto también José, el joven trans de Posadas, tiene derecho a elegir con qué identidad vivir frente a la impuesta por la naturaleza. No podemos olvidar que en el fondo de cualquier fobia hacia el otro/la otra no hay más que el miedo al que nos ofrece una mirada alternativa sobre nosotros mismos, el temor a ver removidos los cimientos que nos ofrecen seguridad, la inquietud que provoca cualquier desafío al orden establecido. Y junto a todo ello, en muchos casos, el miedo último a reconocerse a sí mismo, el dolor que implica ser lúcido y coherente, la incomodidad que genera asumir que nuestras identidades son nómadas.
En este país hemos alcanzado un nivel más que aceptable de reconocimiento jurídico de derechos, pero todavía nos falta por completar la tarea que supone educarnos en una ética que supere los dualismos jerárquicos del patriarcado, la heteronormatividad y la negación de los deseos múltiples. Necesitamos más y mejor educación para una ciudadanía verdaderamente democrática, menos peso de religiones intolerantes y más reconocimiento de las diferencias como el valor que da sentido a la convivencia. Solo así podremos erradicar las fobias que continúan generando víctimas y podremos al fin compartir espacios y tiempos desde el reconocimiento. Para ello, insisto, tendríamos que desactivar públicamente las morales privadas que limitan derechos, generar un espacio público laico en el que no todo puede valer igual y alumbrar un imaginario colectivo donde nadie viva como una cruz su identidad de género o su orientación sexual.
Ante el próximo 17 de mayo, en el que de nuevo volveremos a reivindicar el fin de las fobias a todas las opciones que rebasan el marco de la heterosexualidad y del binomio masculino/femenino, continúa pues siendo necesario señalar con el dedo a quienes discriminan desde los púlpitos, en los campos de fútbol, en los colegios y en las redes sociales, en los institutos y en las calles. La clave no está, por tanto, en hacer más y más leyes que formalmente nos equiparen sino en lograr una conciencia social que finalmente asuma que la cruz la lleva el homófobo y no el homosexual, la lesbiana, la persona trans o la bisexual. Solo mediante esa inversión de valores conseguiremos un mundo en el que no solo dos chicos como José Mª y Fran puedan casarse, sino también en el que todos los días vivamos como una celebración la diversidad.
DIARIO CÓRDOBA, lunes 16 de mayo de 2016
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/cruz-homofobia_1041522.html
Comentarios
Publicar un comentario