Los hombres estamos obligados a demostrar de manera permanente nuestra masculinidad, es decir, que cumplimos fielmente las expectativas de género y que somos por tanto reconocibles como sujetos viriles por nosotros mismos y por nuestros semejantes. En este sentido, la masculinidad se convierte en una prueba constante, en un desafío que nos obliga a ajustarnos a patrones y a medirnos, por tanto, de acuerdo con las reglas hegemónicas del patriarcado. Eso nos convierte en sujetos no solo enjaulados sino también permanente mente insatisfechos, en cuanto que hemos de actuar cada día para demostrarnos a nosotros mismos y a los demás que no hemos bajado la guardia. Ese juego interminable que supone la hombría es el que nos muestra la película Chevalier (2015), en la que la directora griega Athina Rachel Tsangari encierra en un yate de lujo a seis hombres que, en mitad del Egeo, se plantean el reto de jugar a ver quién es el mejor de entre ellos. El que gane podrá lucir al final el anillo de la victoria y será coronado como el "mejor hombre".
A través de unos diálogos inspirados, y que en ocasiones rozan el absurdo que no es otro que ese en el que con mucha frecuencia se instala la masculinidad hegemónica, vamos comprobando cómo los seis protagonistas se enfrascan en una ardua batalla por demostrar quién vale más y en la que todo es digno de ser medido. Desde el tipo de calzoncillos que llevan a la forma en que duermen, pasando por cómo se desenvuelven en sus relaciones de pareja. El cruce de miradas que juzgan y de diálogos que poco a poco van provocando heridas le sirve a la directora para mostrarnos cómo sus personajes son, entre cosas, incapaces de asumir sus vulnerabilidades o de establecer entre ellos lazos emocionales que vayan más allá de las relaciones competitivas y poco empáticas que viven. Es curioso analizar cómo es muy complicado que dialoguen entre ellos, salvo para justificarse o para encontrar motivos de atacar al contrario, y cómo carecen de la intimidad suficiente para reconocerse en las heridas, en las dudas o en las debilidades. Entre ellos hay muchos silencios y mucho músculo.
En la película comprobamos como todo es medido por estos seis hombres que, de repente, ponen en duda su propia autoestima. Por supuesto, se mide el tamaño de las erecciones, tal y como vemos en una de las escenas más amargas de la película, pero también cómo cumplen con determinadas tareas o hasta qué punto satisfacen la potencia, en todos los sentidos, que se espera de un hombre de verdad. En esta línea comprobamos cómo discuten sobre la probable impotencia sexual de uno de los seis o cómo el "menos masculino" de todos ellos evidencia que con sus palabras y acciones que está bordeando peligrosamente la frontera que separa lo masculino de lo femenino.
A través de los distintos caracteres, la directora nos enseña la hombría como posesión del saber y la autoridad, como línea de privilegios que se trasmiten a través de acuerdos entre iguales e, inevitablemente, como espacio de conflicto en el que acaban apareciendo distintas formas de violencia. Estos hombres, poco habituados a mirarse en el espejo más allá de lo que muestra la imagen de sus kilos de más o de sus músculos atrofiados, se ven obligados a desentrarñas sus miserias y areafirmare en sus logros. "Yo el año pasado vendí 170 pólizas", dice el corredor de seguros, al tiempo que reclama que uno de sus contricantes le haga por fin un hijo a su esposa.
"Soy el mejor, soy el mejor, soy el mejor...", no deja de repetirse en otra escena uno de los hombres aparentemente más exitoso, Christos, pero del que vamos descubriendo todas sus grietas. Un hombre que frente al espejo intenta recomponer su virilidad puesta en entredicho y que cada mañana hace ejercicio para ser la máquina perfecta que está dejando de ser tal. Un reto que no admite pausa y que los sitúa a todos al borde del precipicio, del que tal vez solo se salven firmando, una vez mas, el pacto entre caballeros que permitirá que continúen al frente de todas las batallas. De ahí que no nos debiera resultar extraño que, casi al final de la cinta, uno de los hombres proponga hacer un pacto de sangre para que así todos sellen su vínculo fraternal. De esta manera la fratría viril se recompondrá y se mantendrá fuerte frente a cualquier vendaval que pretenda derribarla. Paradójicamente, el más débil, el menos masculino, el más torpe, el que se atreve una noche a cantar con voz de mujer, es el único que se atreve a hacerse un corte y se lo hace justo en el culo. Ese lugar que es como la cueva en la que la virilidad esconde la llave de acceso a lo más recóndito de su poder.
Al final cada uno de estos seis hombres vuelve a su entorno, a su vida cotidiana, al ejercicio renovado de su rol de proveedores y protagonistas. Los vimos al principio de la película luciendo los peces que habían pescado, luego midiéndose las pollas y hasta rebuscando músculos bajo los michelines. Tan absurdos a veces y tan patéticos casi siempre. Solos y aburridos, a pesar de que nos parezcan encantados de haberse conocido. En una crisis que solo será una oportunidad cuando ellos mismos empiecen a mirarse en el espejo sin la obsesión de ser los mejores.
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