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QUÉ GOYAS TAN MAJOS

Cualquiera que tenga dudas sobre lo que implica el patriarcado en cuanto orden cultural no tendría más que acercarse con una mirada de género —es decir, con las “gafas violetas” puestas— a los relatos colectivos que nos siguen definiendo y en bastantes casos maleducando. Basta con asomarse a cualquier medio informativo, a la televisión, a la música que más se consume o a las pantallas de cine para comprobar cómo no solo se prorrogan los binomios jerárquicos que oponen a hombres y mujeres sino que incluso se refuerzan unas reglas del juego que insisten en mantener el estado masculino de privilegios frente al subordinado femenino.
En este sentido, el cine continúa siendo un escenario privilegiado en el que detectar la pervivencia de lo que Celia Amorós denominó “pactos juramentados” entre varones y, en paralelo, la insignificancia femenina que sirve de espejo para que nosotros nos veamos y sintamos, como ya advirtiera Virginia Woolf, de un tamaño doble al natural. Y no solo porque, como demuestran los datos objetivos, el cine sea un ámbito profesional en el que existe una brutal discriminación por razón de género, tanto a nivel horizontal como vertical, sino porque los relatos que nos siguen ofreciendo mayoritariamente las pantallas no hacen sino reproducir una sola mirada, la masculina hegemónica, y por lo tanto prorrogan y consolidan una determinada visión de las subjetividades y de un mundo hecho a imagen y semejanza de quienes detentamos el poder y la autoridad.
El análisis de las películas que este año compiten por conseguir el Goya a la mejor producción del año serviría para hacer una tesis redonda sobre cómo el cine español continúa teniendo rostro masculino y, más aún, el rostro de una determinada masculinidad que es la que sustenta el sistema sexo/género.
Dirigidas “lógicamente” por hombres, las cinco finalistas nos servirían para montar una clase perfecta sobre el modelo dominante de virilidad y, en paralelo, sobre la subordinación femenina. En cuatro de ellas, los protagonistas absolutos son hombres y las mujeres apenas son personajes mínimos que poco o casi nada añaden al relato principal. Las historias que nos cuentan reflejan perfectamente cómo, por ejemplo, el poder —y la corrupción que parece irremediablemente unida a él— es cosa de hombres.

El Estado macho

El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez, cuyo título subraya lo evidente y cuya hermosa cartelera podría ilustrar una conferencia sobre los valores masculinos, nos cuenta una historia real en la que agentes secretos, directores generales y demás habitantes de las cloacas del Estado nos demuestran que el patriarcado no es solo el gobierno de los hombres sino también el gobierno de forma masculina. Es decir, que el Estado es macho. Si en su anterior película, La isla mínima, las mujeres eran visibles y apenas un pretexto para que ellos lucieran sus habilidades, en esta Alberto Rodríguez vuelve a centrarse en un relato en el que ellas ni están ni se las espera. O mejor dicho: solo están en función de lo que reclaman los personajes masculinos porque ellas, como debe ser, solo viven para otros y no para sí mismas.

Cerco a las emociones

Junto al poder, y a las múltiples pestilencias que puede generar, la violencia. Ahí está Tarde para la ira, la primera película dirigida por Raúl Arévalo, cuyo título es ya toda una declaración de intenciones. De nuevo, un cartel con omnipresencia masculina y con rostros femeninos insignificantes. Una historia de violencias y venganzas que viene a demostrarnos que los hombres solo somos capaces de expresar y gestionar determinadas emociones, como por ejemplo la ira del título. Boxeo, persecuciones de coches, cuchillos, pistolas y chicas seducidas y sufridoras. “He hecho lo que tenía que hacer”, dice su protagonista, dejando claro que ha cumplido fielmente con las expectativas de género.

Misoginia por enjaulamiento

La ira, esa emoción tan masculina, es también parte esencial de Que Dios nos perdone, dirigida por Rodrigo Irigoyen. En este caso, uno de los policías protagonistas en un tipo con problemas para controlar determinadas emociones. Él y su compañero —de nuevo, Antonio de la Torre, que se está convirtiendo en un especialista en interpretar a hombres sobre los que se podría hacer una tesis sobre neomachismo— tienen que investigar un conjunto de asesinatos que se producen en Madrid y que tienen como víctimas a mujeres mayores. En este caso el relato responde a una mirada brutalmente misógina como demuestra el regodeo en los cuerpos de las ancianas asesinadas o el retrato que se hace de unas mujeres que aparecen como las responsables de los males que enjaulan a los hombres.

Brujas o condenadas

Las tres películas anteriores demuestran además cómo los hombres, aunque se encuentren en el fango o hagan uso de las herramientas más incompatibles con la convivencia pacífica, aparecen siempre retratados como héroes. Algo para lo que somos educados desde niños. Ahí está Un monstruo vino a verme, la sensiblera y efectista película de Bayona, para demostrarlo. Una fábula en la que el niño protagonista se convierte en una especie de superhéroe sin capa y con buenos sentimientos y en la que las mujeres continúan condenadas a morir y desaparecer —la madre enferma que es la que posibilita el crecimiento emocional del hijo— o bien a ser las permanentes brujas de cualquier historia —esa abuela dura y estricta a la que solo le falta sacar en algún momento una pócima venenosa del bolsillo—.

Mujeres en negativo

Y es que ya se sabe, las mujeres en los relatos del patriarcado apenas son el pretexto para que los hombres confirmemos nuestra virilidad o, en el mejor de los casos, hojas movidas por los vientos que manejan los que tienen el poder también en los afectos y los deseos. Algo que de manera tan perfecta ha retratado Almodóvar en su filmografía y que lleva a uno de sus más estilizados extremos en Julieta, una película en la que de nuevo las protagonistas son mujeres que actúan como “vacas sin cencerro”. Mujeres encamadas, mujeres con enfermedades terminales, mujeres malísimas y mujeres en general que sufren las terribles consecuencias de los hilos que mueven los hombres. Y en la mayor parte de los casos no sabemos el porqué real de su cobardía, de su acomodo o, llegado el caso, de su histerismo.
En el caso del personaje principal, interpretado por una maravillosa Emma Suárez que bien podría ser la Marisa Paredes de otras películas del director, me cuesta trabajo entender cómo una mujer a la que vemos tan inteligente y lanzada en los 80 acaba convertida en un auténtico zombi años después, haciendo cosas inexplicables salvo en un folletín o en una telenovela de sobremesa (esas tartas cada año para recordar el cumpleaños de su hija) y que es incapaz de salir de un túnel al que le ha llevado dos de los factores que más heridas han causado y causan en las mujeres: la maternidad elevada a los altares y el sentimiento de culpa. Todas las protagonistas de la historia —Julieta, su hija Antía, Ava— se siente culpables y están pagando por ello. Una con el dolor de la soledad, otra con el silencio y la tercera con una enfermedad degenerativa. Por supuesto, al lado de esas mujeres nacidas para sufrir, y además, en este caso, para hacerlo en silencio, sin estridencias, sin lágrimas, para que el dolor parezca aún más hondo, los hombres aparecen como los verdaderos protagonistas aunque sean los que ocupen menos metraje.
Son ellos los que provocan las acciones, son los que hacen que ellas actúen o no de una determinada manera y, por supuesto, son los que en todo caso aparecen con una connotación positiva, aunque realmente tampoco se sepa cómo explicarla. De ahí que no nos deba extrañar que el padre de Julieta pueda rehacer su vida y haga pleno su derecho a la felicidad, o que el personaje que interpreta Darío Grandinetti, del que tampoco sabemos mucho, sea como una especie de ángel de la guarda sin el que obviamente Julieta acabaría muerta o hundida en una larga depresión. Y, por supuesto, el pescador que desencadena el drama es un héroe que parece sacado de la mitología que enseña la ingenua Julieta. El mismo físico del actor que lo interpreta contribuye a que lo veamos como un personaje de fábula, heroico y seductor, amoroso padre y cuidadoso amante, y ante el que todas las mujeres no tienen más remedio que caer rendidas. Es cierto que su final no es feliz, pero sí que es el final propio de un protagonista. Alrededor de él, ellas no parecen sino marionetas incapaces de manejar su propio destino.

Fiel aliado del patriarcado

De esta manera, cerramos el círculo mágico, y cinematográfico, del patriarcado. Las piezas encajan a la perfección y, en consecuencia, es lógico que en el puzle no haya más cabida para relatos disidentes como El olivo de Iciar Bollaín o para la magistral La puerta abierta, cuya directora, Marina Seresesky, habría merecido estar al menos entre las finalistas a la mejor dirección novel.
Menos mal que sí lo están las enormes Carmen Machi y Terele Pávez; Anna Castillo, esta mirada tan potente y luminosa que es el mayor descubrimiento de la película escrita por el marido de Bollaín, o Nely Reguera, la única mujer que ha conseguido colarse entre tanta testosterona.
Apenas una anécdota en un largo listado de nominados que nos confirman que el cine continúa siendo fiel aliado del patriarcado. Lo certifican las cuatro películas europeas nominadas: Yo, Daniel BlakeEl editor de librosEl hijo de Saúl y la brutalmente machista y hasta misógina Elle de Paul Verhoeven. Toda una declaración de intenciones mediante la que la Academia de Cine nos demuestra qué majos son los chicos que hacen cine y qué universales los relatos que nos cuentan. De ahí la urgencia de que las pantallas empiecen a contar otras historias,concebidas desde otras miradas y en las que no solo ellas estén presentes desde su autonomía real sino en las que también nosotros hayamos dejado de ir por la vida como si lleváramos “una pistola en cada mano”.

publicado en blog mujeres, el país, 16-12-2016:
http://elpais.com/elpais/2016/12/16/mujeres/1481892281_146057.html

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