"A él le gusta quedarse en la cama, aunque solo sean unos minutos, mientras
que yo preparo el desayuno. Cuando las tostadas están preparadas y huele a café
por toda la casa, entonces él baja, casi siempre muerto de frío, y me parece
más grande, casi un superhéroe, cuando no es más que un niño en un cuerpo que
parece que no es suyo. El olor a aceite virgen, el pan caliente, el café, supongo
que todo esto es lo más parecido a un hogar, aunque siempre esta palabra me
recordó más a un electrodoméstico que a un sentimiento auténtico. Mi abuela
Carmen me preparaba con mimo el café que siempre me tomaba en la misma taza, ya
muy resquebrajada en los últimos años en que fui a su casa para estar un rato
con ella y con mi tía. Esa taza y ese olor es para mí lo más parecido a un
hogar, incluso a una familia. Todavía hoy escucho los pasos lentos, casi
arrastrados, de ella y la dulzura con la que siempre me miraba, quizás
comprendiéndome mucho mejor que la mayoría de los que me rodeaban. No sé si ella era capaz de imaginar, pese a
su limitado mundo, el hombre en el que acabaría convirtiéndome. Me imagino que
su enorme capacidad para ponerse en lugar de otro, para renunciar a ella misma,
la convertía en un ser prodigioso, con capacidades incluso para adelantarse al
futuro, una maga que no era consciente de sus poderes y que yo, como niño, solo
intuía o creía intuir. Por ello siempre quise creer que ella no entendía del
todo ese mundo en el que se pretendía que todos fuéramos educados para cumplir
una expectativas que casi siempre acababan haciéndonos infelices. Si la
referencia era su marido o tantos hombres como él, la rebeldía era más que
justificada. Y no porque mi abuelo fuera un hombre malo, o careciera de
virtudes, pero sí que fue el perfecto sujeto que cumplió discretamente su
papel, que ni siquiera llegó a ser un héroe de guerra y que pensaba que en la
tierra las mujeres estaban creadas para cuidar de ellos y de todo lo que
ellos eran incapaces de cuidar. En la
casa de mis abuelos, y sobre todo por
obra de mi abuela y de mi tía, yo me sentía más cuidado que en ningún otro
sitio. Allí fue donde empecé a darme cuenta, aunque luego me costara tanto
llevarlo a mi ser de hombre, que las emociones son como azucarillos que uno va
dejando a lo largo del sendero a la espera de que alguien los encuentre y al
tomarlos vean la vida menos amarga. Eso es lo que yo sentía cuando estaba en
casa de mi abuela, el azúcar que me llevaba del olor de las sábanas alisadas
con una plancha de hierro al chocolate que me daba cuando tenía tos, de la
cocina donde hacía dulces de posguerra al brasero de picón donde en seguida mis
piernas se ponían al rojo vivo.
Ahora con él, y han tenido que pasar cuarenta años, he recuperado
esos hilos que un día dejé perdidos no sé donde. O sí. Tal vez sí sabían donde
estaban pero no me atrevía a abrir el cajón, por temor a que me desbordara esa
parte de mí a la que no quería ponerle nombre. En lugar de ese ejercicio de
valentía, acabé siendo como mi abuelo, apenas un simulacro, una sombra de lo
que los demás esperaban de mí y yo un hombre a medias dispuesto a cumplir con
los horizontes que otros habían ya marcado. Por eso, supongo, estudié Derecho
sin que me gustara el Derecho, me puse corbatas cuando debía haber llevado
camisetas y hasta me enamoré de quienes creí que podían ser mi media naranja.
Mi tía me sigue llamando
casi todos los días para preguntarme si he comido bien, si tengo mucho trabajo,
si estoy contento. Como me conoce bien, supongo que me resulta inútil intentar
engañarla. Cuando me separé, ella fue de las pocas personas que más
radicalmente me expresó su complicidad, a su manera, sin grandes
proclamaciones, con apenas unas palabras y un cuidado permanente. Algún día
tendré que decirle, aunque no sé si me atreveré, todo lo que ella me ha
enseñado sobre lo que significa cuidar. Aunque también es cierto que junto a esa
entrega habitan también muchas renuncias.
Él, que apenas lleva un año en mi vida, se parece mucho a mi
abuela, a mi tía, a las mujeres que siempre me han enseñando dónde y cómo
buscar los azucarillos. No sé si me di cuenta de eso el primer día que nos vimos
pero supongo que fue parte de lo que me hizo entender que con él se rompía una
especie de maleficio. Aquella mañana fría de febrero nos tomamos un café en La
Tortuga y hablamos sobre todo de nuestros hijos, de nuestras mujeres, de lo que
habíamos sido durante décadas y de lo que compartíamos en una edad en la que se
supone que éramos dueños totales de nosotros mismos. Paseamos bajo un sol que
apenas calentaba, por la ribera, por esta ciudad tan hermosa pero en la que en
ocasiones resulta tan difícil vivir. “¿Dónde has estado oculto todo este
tiempo?” “Trabajando, vendiendo colchones, cuidando de mi hijo, pendiente de
los demás.” El me llevó en su coche, un coche que es el mismo que ella y yo
tuvimos de casados, hasta la facultad. En la puerta ninguno de los dos sabíamos
como terminar la mañana, incluso puede que temiéramos que no hubiera una
próxima vez. Los dos besos esperados en las mejillas se convirtieron en un beso
tímido sobre los labios. Como si los dos nos dijéramos así que teníamos que
volver a vernos.
Oye, ¿nos vemos mañana?, ¿puedes, te apetece? Trabajo de tardes. Solo podría por la mañana. Desayunamos juntos,
¿quieres? Sí, claro. ¿Dónde nos vemos? “Si no te importa, vente a mi casa. Así
estamos más tranquilos. Ok, ¿sobre las 9 te va bien? Sí, perfecto."
Capítulo DULZURA, Autorretrato de un macho disidente, Editorial Huso, 2017.
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