La
mejor respuesta a quienes, habitualmente sujetos masculinos, discuten por qué es importante que haya
mujeres creando productos culturales, es mostrarles algún ejemplo de una obra
pensada y creada por mujeres y explicarles qué singularidades tiene la mirada
femenina en ella. Algo que a mí me resulta habitualmente fácil cuando me fijo
en películas creadas por mujeres, tal y como la que ha escrito y dirigido Greta
Gerwig y por la cual es la única directora que este año aspira al Oscar.
Lady Bird es un magnífico ejemplo de
cómo la mirada sobre un tema muy habitual en el cine – el tránsito de una
adolescente a la edad adulta – es capaz de plantearnos otras perspectivas y de
situarnos ante una serie de tensiones que habitualmente son invisibles cuando el foco es androcéntrico. La historia de Christine (interpretada
de manera magistral por Saoirse Ronan), una chica de 17 años que está deseando abandonar su pueblo para estudiar en una gran ciudad, y que vive una compleja
y tensa relación con su madre, seguramente la hemos visto otras muchas veces en
la pantalla, pero en pocas ocasiones tal y como nos la cuenta Gerwig. En este
caso, el eje central de la historia es esa chica que ni siquiera se reconoce en
su nombre, de ahí que reclame ser llamada Lady Bird, y que se está buscando,
como cualquier ser humano a esa edad tan fronteriza. Y ese personaje no
responde al estereotipo tan manido de las adolescentes americanas que hemos
visto en tantas series y películas. Por el contrario, es un personaje cargado
de complejidad, con contradicciones, que piensa y que sufre, al que vemos a
veces más cera de la inocente niñez y otras actuando de manera incluso más
madura que los adultos de su entorno. Lejos de los relatos almibarados, la
película nos presenta una complicada relación de Lady Bird con su madre, una
mujer con carácter, pero prisionera de unas circunstancias que la hacen infeliz.
Ambas, madre e hija, sufren parecidos males pero por distintas razones y, claro
está, en momentos vitales muy distintos. Ambas son cautivas en un mundo que
parece empeñado en joderlas o en, como mínimo, ponérselo bien difícil. Sin duda cómo la directora nos muestra esa
relación madre/hija, habitualmente tan estereotipada en el cine, es uno de los
mayores atractivos de una película aparentemente pequeñita pero con una enorme
apuesta ética dentro.
Junto
a esa madre que aparece habitualmente huraña, y que no es más que una mujer
vulnerable rebasada por las circunstancias, nos encontramos un hombre, el padre
de Christine, que también poco tiene que ver con los varones que nos suele
mostrar el cine más comercial. Es un hombre al que no vemos ejerciendo
autoridad, que se queda sin trabajo, que se haya perdido ante lo que supone el
fin de su rol de proveedor y que , aunque no se atreva a decirlo, está
atravesando una depresión que tiene mucho que ver con la carga que supone para
él no poder responder a las expectativas de género. Un hombre al que, por cierto, vemos siempre ejercer su paternidad de manera entrañable y poco fiel a lo que supondría "la diligencia del buen padre de familia". Este Larry podría servirnos
para analizar cómo la masculinidad hegemónica acaba siendo una losa para
nosotros. De la misma manera que otro de los personajes masculinos de la
historia, el sacerdote que imparte teatro en el colegio al que asiste la
protagonista, también se siente deprimido y tiene que darse de baja de su
trabajo. Otra llamada de atención sobre los hombres que pierden el rumbo sin
ser conscientes de que es el mismo hecho de “ser hombre” lo que determina su
estado físico y psicológico.
Lady Bird
está rodada sin grandes pretensiones pero con mucha honestidad. No rehuye
abordar cuestiones como la incidencia de la educación en la adolescencia,
marcada por el colegio católico al que asiste Christine; las tensiones de la
primera relación sexual, mucho más evidentes para ellas que para nosotros; o
las no siempre pacíficas relaciones con sus iguales. Todo ello, insisto,
contemplado desde la inteligencia que supone reconocer a la protagonista
femenina como sujeto agente y no como víctima del mundo que le ha tocado en
suerte. Un sujeto que necesita encontrarse y afirmarse y, por supuesto, romper
con todas las cadenas que podrían prorrogar su estado de minoría de edad. Y sin
olvidar, algo que es muy de agradecer, que la vida no es sino una mezcla
imperfecta de drama y comedia.
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