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LA LECCIÓN DE PATRICIA

El clamor gozosamente vindicativo, transversal e intergeneracional del pasado 8 de marzo nos puso en evidencia no solo las muchas razones de las mujeres para salir a la calle y reclamar una igual ciudadanía, sino que también una determinada forma de entender el mundo, la que durante siglos hemos capitaneado los hombres, atraviesa una profunda crisis. Ambos extremos están lógicamente interconectados. Es decir, las mujeres no alcanzarán el estatuto de la plena ciudadanía mientras que no superemos unas reglas del juego hechas a imagen y semejanza de los intereses masculinos. Ello pasa por transformar una racionalidad pública que continúa huyendo de las habilidades, estrategias y herramientas consideradas femeninas. O, lo que es lo mismo, por construir una ética cívica que parta de nuestra común precariedad y, en consecuencia, de nuestra necesaria interdependencia. Se trata pues de construir un orden social y político que esté más cerca del amor que del dominio, que se nutra de la dimensión relacional de los derechos humanos y de una concepción de la justicia que prescinda de las jerarquías. Un orden radicalmente humano en el que finamente seamos capaces de silenciar el asco, los estigmas y, por supuesto, la venganza.
Es justamente la apelación a ese orden amoroso de la vida el que yo intuí hace unos días en las sabias palabras de la madre del niño Gabriel. Su rotundo llamamiento a no dejarnos arrastrar por los deseos de venganza, a quedarnos con la enseñanza de los esfuerzos colectivos y a desterrar del cuento a quién impidió el final feliz, no fue sino la traducción emocional y tierna de una ética del cuidado que una gran mayoría de mujeres llevan toda la vida poniendo en práctica. La sensatez de Patricia fue un aldabonazo moral en nuestras mediocres almas de demócratas a medias. Justo cuando en las redes sociales ardían los fuegos inquisitoriales, o cuando algunos de nuestros representantes aprovechaban el dolor de todos para salvarnos. Todo un clásico en manos de quienes entienden el poder como una permanente estrategia para permanecer en él o para alcanzarlo, así como para quienes la democracia se puede reducir a un simple procedimiento sin virtudes.
La actitud de los padres de Gabriel, y muy especialmente las palabras de la madre justo en el momento en que su mundo se fracturaba tal vez para siempre, se convirtieron en el mejor ejemplo de la decencia que nuestra sociedad parece haber perdido hace tiempo. La que no está ni se le espera en quienes reclaman cadenas perpetuas, en quienes han hecho posible que nuestros mayores hayan perdido el bienestar y la dignidad a la que tenían derecho, en quienes somos cómplices de tantas muertes en el Mediterráneo o de unas políticas migratorias que niegan la igual humanidad del otro y de la otra. La decencia perdida de un Estado que ha olvidado del adjetivo social en su sometimiento acrítico a las leyes del mercado.
Escuchando a Patricia volví a entender que una sociedad decente, como hace años le leí a Avishai Margalit, es aquella que no humilla a ninguno de sus miembros y en la que una parte esencial de nuestra dignidad es la capacidad del ser humano para reinventarse, para rectificar, para buscar otras tierras. Es decir, el reconocimiento de todos como migrantes, refugiados, seres en tránsito. No es de extrañar pues que Patricia y Gabriel bailaran juntos los Girasoles de Rozalén: todo un himno a la fuerza transformadora de la gente buena, una llamada a que la decencia, personal y política, sea el faro que nos guíe en la delicada aventura que es vivir en sociedad. Un canto «a los valientes que llevan por bandera la verdad, a quienes son capaces de sentirse en la piel de los demás, los que no participan de las injusticias, no miran a otro lado, los que no se acomodan, los que riegan siempre su raíz».
Publicado en Diario Córdoba, 19 de marzo de 2018:
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/leccion-patricia_1213270.html

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